RENUNCIA DE RESPONSABILIDAD : Las opiniones aquí expresadas pertenecen al autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista del Departamento del Estado de los EEUU, el Programa Fulbright, la Comisión Fulbright de Colombia, el Instituto de Estudios Internacionales (IIE) o la Universidad de los Andes. Léase todo con comprensión. Atentamente, Gabriel-Josué Hurst

martes, 20 de julio de 2010

Colombia: un bicentenario agridulce


Aunque conmemoraciones como la del Bicentenario del 20 de julio nos permiten repasar de dónde venimos y reflexionar hacia dónde vamos, muchos colombianos confiesan que no han vivido un solo día de paz sin que la violencia, que se erige como una constante histórica nuestra, nos saliera al paso y nos empañara la fiesta.  

Si bien a los pueblos hermanos de América Latina, con los cuales tenemos las mayores afinidades históricas y culturales, también les ha tocado atravesar conflictos internos, ninguno como el nuestro ha sufrido un fenómeno semejante de violencia, por su arraigo, por su ferocidad y por su inaudita duración, al punto que generaciones enteras de colombianos ni siquiera han podido conocer lo que significa la palabra "paz."  Pareciera como si Colombia estuviese condenada a estar enfrascada en medio de una violencia perpetua que arrasa con la esperanza de la gente y vacía los cofres del país, incrementando con ello la miseria y el desespero del pueblo.

Por eso, afirmo que hoy marca un bicentenario "agridulce" porque si bien es la efeméride del grito de independencia, provocado por comerciante español (José González Llorente) que se negó a prestar un lujoso adorno para engalanar la mesa de un americano, desatando sí una trifulca callejera que sembró las semillas de la revolución republicana en Colombia, muchos colombianos se han visto tan frustrados e impotentes ante la violencia que les convulsiona que han llegado hasta el extremo de pedir que se cambien los símbolos patrios a unos que mejor nos representen.

Si tal argumento retuviera su agua, virtualmente tendrían que cambiarse casi todos los símbolos de las naciones del mundo, ya que con el transcurso del tiempo, en alguna medida, pierden representatividad o no reflejan el gusto contemporáneo, pues la historia es un flujo que jamás se detiene y en el cual lo único constante es el cambio.

Así, si los ingleses compartiera nuestro parecer al respecto, hace tiempo habrían exigido que las leyendas heráldicas de los escudos del Reino Unido-escritas en francés- se tradujeran al inglés, su propia lengua, que hoy es la lengua franca universal, mientras en Australia, país que antes fungía de una colonia para presos desterrados de Inglaterra, a nadie se le ha ocurrido extirparle a la bandera nacional el gallardete británico si bien el país languideció bajo su yugo colonizador.

Pretender, no obstante, sustituir nuestros símbolos patrios, como algunos lo proponen con insistencia, significaría, según lo afirma Germán Puyana García, "rehuir el compromiso que nos plantea a los colombianos el pasado, para poder enmendar nuestro futuro."

No faltan los comediantes de corto vuelo que de forma recurrente hacen parodias del Escudo Nacional, arguyendo que ya no tiene vigencia porque la libertad y el orden se han vuelto demasiado utópicas, el cóndor lo cazamos hasta extinguirlo, los cuernos de la abundancia se vaciaron y el istmo de Panamá se lo apropiaron los gringos. Con la bandera ocurre algo análogo, ya que hay colombianos empeñados en que debiera cambiarse y lo hacen con base en argumentos tan quijotescos como el que sus colores no están intercalados según el orden que guardan en el espectro de la luz natural, mientras otros proponen colocarlos en franjas verticales para distinguirla de los pabellones del Ecuador y Venezuela. 

A mi parecer, Colombia adolece de una falta de patriotismo aguda y pronunciada, evidenciada en la desmembración territorial de Colombia y la reacción tibia y desinteresada que ésta provocó en sus dirigentes políticos. Este hecho no guarda por cierto ninguna atingencia con la pérdida de Tejas que sufrió México, o el oprobio al que fue objeto Perú al perder Arica y Tacna (ciudad que le fue devuelta) a Chile en la Guerra del Pacífico. Mientras dichos desastres acendraron en sus gentes un gran sentimiento patriótico y motivó una guerra con EEUU, la de Panamá no generó entre los colombianos nada parecido. 

En síntesis, si bien los colombianos sienten que la paz es una asignatura pendiente desde la gesta independentista hasta la actualidad, no deben amilanarse. Aunque la historia de los dos siglos desde independencia han estado marcados por una guerra que parece continua, siempre se nos abre un resquicio por el que podemos respirar y soñar de nuevo. El que hayamos sufrido miserias e infortunios incontables en el pasado, no significa que el futuro no nos tiene deparado algo mejor. Si bien no estamos donde queremos estar, no estamos dónde estábamos hace 40 años. Seamos agradecidos por los avances que hemos logrado hacer y sigamos soñando con algo mejor con el optimismo que nos caracteriza como colombianos. ¡Colombia sí es pasión!  

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