RENUNCIA DE RESPONSABILIDAD : Las opiniones aquí expresadas pertenecen al autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista del Departamento del Estado de los EEUU, el Programa Fulbright, la Comisión Fulbright de Colombia, el Instituto de Estudios Internacionales (IIE) o la Universidad de los Andes. Léase todo con comprensión. Atentamente, Gabriel-Josué Hurst

martes, 1 de febrero de 2011

Si nacimos desiguales, desiguales nos hemos de morir

Me dispondré a sacarle partido a estos breves momentos que tengo de "desparche" para glosar unas ocurrencias que me han impactado muchísimo. Soy literaturo, y en consecuencia debería saber que el cargo semántico de las palabras así como la estructura organizativa en que se enmarcan son de vital importancia para la comprensión. Sin embargo, como mis entradas anteriores atestiguan, soy mal escritor y haría falta unas clases de redacción intensivas para simplificar mi estilo. Creo que mi estadía prolongada aquí en Colombia está degenerando mi español o, mejor dicho, la forma cuando me hago entender en castellano puesto que los colombianos son proclives a la grandilocuencia y tienden a caer irremediablemente en los circunloquios sin ir al grano.

Bueno, al grano. Anoche leí un artículo que me estremeció hasta los tuétanos. Si bien, ya había redactado una entrada sobre los funestos asesinatos de dos estudiantes acaecidos en el Litoral Caribe, Juan Diego Restrepo, otro connotado columnista de SEMANA, cuadró el debate en sus justas dimensiones y aseveró que la representatividad social de las víctimas dentro de una colectividad es una variable significativa a la hora de fijar el monto de una recompensa. Yo me preguntaba hace buen rato si hubiera un ecuación mental que pudiera hacerse pública y que le permitiese a la ciudadanía conocer el mecanismo mediante el cual las autoridades civiles, militares y policiales en este país calculan el valor de una recompensa que se ofrenda como acicate para capturar al responsable de un crimen.

Esa pregunta le vendría a la cabeza de cualquiera cuando a uno le toca escuchar a un funcionario del orden nacional, departamental o municipal que ofrece una determinada suma de dinero al ciudadano que, como dice el consabido guión, "dé informacion que conduzca a la captura" de un criminal que acaba de cometer un homicidio, un atentado dinamitero, una violación o un hurto. 

Me parece diciente e iluminador el punto de vista del autor, el cual cito a continuación: 

"¿De dónde sale la cifra? ¿Hay acaso una ley, decreto, ordenanza, acuerdo o directriz que regule la cantidad de dinero ofrecido? Todo recurso económico que gaste la administración pública proviene de los impuestos cobrados a la ciudadanía. Por tal motivo, creo que ya es hora que alguien explique no sólo de qué fondos salen esas recompensas y quién las controla, sino cómo se fijan las cantidades a ofrecer. Una vez reposados los ánimos, muy tristes por cierto, que generaron los homicidios en San Bernardo del Viento de Margarita Gómez y Mateo Matalama, quienes cursaban sus estudios en la Universidad de los Andes, decidí atreverme a plantear el dilema sobre el pago de recompensas porque, dadas las evidencias, las autoridades deben explicar con claridad por qué hay diferencias en la oferta de recompensas cuando el crimen es el mismo."

Dicho columnista trae a colación la discrepancia en los montos de recompensas ofrecidos por información que diera con el paradero de los responsables de dos crímenes, uno de Azael Ricardo Loaiza, personero de Aguadas (Caldas) y el doble asesinatos de los uniandinos. Lo que sí es cierto es que en ambos casos se ofrecieron recompensas. Lo que nos consterna a todos es que se ofrendaron 500 millones de pesos por los universitarios mientras que el funcionario municipal valía unos míseros 10 millones. 

¿Al observar la notable diferencia económica se podría confirmar la hipótesis según la cual el estrato socioeconómico de la víctima y su proximidad a las cúpulas de poder político y económico, determinan el valor de la recompensa? Por ahora, y mientras no se hayan elucidado explicaciones técnicas, sustentadas en normas legales vigentes, me atreveré a seguir creyendo que sí, pues de acuerdo a los datos comparados, el monto de la recompensa parece que se establece obedeciendo a criterios de clase. 

A mi juicio, esto desvirtúa el concepto clásico de democracia, que consagra la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Tal parece que la muerte no es el factor nivelador que lo creíamos; aquí en Colombia, la gente vive y se muere de forma desigual. El manejo diferenciado de las sumas ofrecidas pone de relieve que el valor de las recompensas se fija de acuerdo al peldaño social que uno ocupa y su cercanía a los que detentan el poder tanto económico como político.

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