RENUNCIA DE RESPONSABILIDAD : Las opiniones aquí expresadas pertenecen al autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista del Departamento del Estado de los EEUU, el Programa Fulbright, la Comisión Fulbright de Colombia, el Instituto de Estudios Internacionales (IIE) o la Universidad de los Andes. Léase todo con comprensión. Atentamente, Gabriel-Josué Hurst

martes, 22 de febrero de 2011

¡Es que en Colombia no hay racismo!


Muchos son los debates que se han generado alrededor del racismo en Colombia. Las posturas referente al mismo son encontradas y mientras unos sostienen que es prácticamente inexistente otros afirman, sin pelos en la lengua, que el racismo es lejos de considerarse un tema superado. Lo mismo constaté yo hace dos semanas cuando viví en carne propia el aguijón de la discriminación racial aquí en Colombia. 

Al ingresar en el Olímpica de la Calle 100 (Barrio La Castellana) para hacer mercado, me percaté, muy a pesar mío, de que estaba siendo seguido muy de cerca por el personal de seguridad. Juro que andaba pisándome los talones, vigilando todos mis movimientos de tal manera que casi llegué a percibir su aliento sobre mi nuca. Algo similar viví en Cali cuando realicé unos talleres culturales en la Universidad del Valle en conmemoración del Mes de Historia Negra. La Embajada de los EEUU en Bogotá me había alojado en uno de los hoteles más prestantes de la "Sucursal del Cielo," pero cada vez que me disponía a entrar por las puertas del hotel, un vigilante siempre intentaba cerrarme el paso y preguntarme si estaba alojado allí y en qué me podía servir. Carcomido por las sospechas, al día siguiente me dispuse a observar el trato que recibían los otros huéspedes, a quienes se les permitía seguir de largo sin ser interrogados mientras que los que teníamos la tez más oscura o "mohína" como los afrodescendientes si fuimos incesantemente interpelados sobre las actividades que pensábamos llevar a cabo. 

Una coyuntura de iguales dimensiones la viví en Cartagena de Indias el Fin de Año pasado cuando fui a buscar a unos amigos que pernoctaban en el hostal Media Luna. Cuando por fin di con su paradero y logré reunirme con ellos, el recepcionista/conserje se me acercó por detrás y me solicitó "comedidamente" la salida del hostal bajo el pretexto de que no había encontrado a los que buscaba. Cuando le repliqué que efectivamente sí los había encontrado, me lanzó una mirada displicente y se retiró para juntar la basura de las canecas. Cuando miré a mi alrededor, me di cuenta de que era la cara más negra de un recinto repleto de extranjeros y ese señor me quería botar a la calle porque me veía cara de ladrón.

Antes de compartir con ustedes más anécdotas personales de mis vivencias acá en Colombia, quisiera destacar que Colombia es un país que admiro muchísimo. Mi estadía aquí ha sido altamente gratificante y la gran mayoría de las expectativas que albergaba al arribar al país sí se han cumplido ampliamente. Sin embargo, coincido con los activistas de los derechos de las minorías étnicas del país en que hasta 10 millones de personas están expuestas cotidianamente a afrontar discriminaciones en centros comerciales, discotecas y lugares de trabajo y instituciones de educación superior sólo por la pigmentación de su piel.

Recuerdo un incidente que sucedió el mes pasado cuando me inscribí en una clase de Salsa de la Universidad de los Andes. Al presentarme el primer día, todos pensaban que yo era el profesor de baile y me empezaron a expresar sus dudas e inquietudes. ¡Oiga, profe! ¿Cuántas faltas se nos permiten? ¿Cómo vamos a ser calificados? ¿A qué se debe la discrepancia de género? Es interesante que ellos hayan asumido automáticamente que era el profesor de baile.  

Haya racismo o no, lo que sí queda claro luego de haber debatido este tema largamente en espacios tanto formales como informales es que hay "razas" menos favorecidas en Colombia y la sociedad no puede seguir siendo un simple espectador de exclusiones, rechazos, odios y resentimientos; sino que tiene que adquirir un papel activo que ayude a superar definitivamente esa enfermedad que padece Colombia, llamada la discriminación. 

En reiteradas ocasiones he tenido la oportunidad de comprobar la miopía sociocultural de la que adolece Colombia a la hora de mirarse al espejo y autodiagnosticarse. Esta proclividad a la diferenciación y exclusión étnicas es de larga data y, según muchos historiadores, se remonta a los albores de la misma Colonia cuando se arraigó en los territorios que hoy comprenden la actual Colombia un sistema de jerarquización socio-racial estratificado en "castas" en que los afrodescendientes e indígenas formaban la base de la pirámide social. 

Lograda la Independencia, los dirigentes criollos no tenían el menor interés en desmontar los monopolios que atrofiaban la movilidad social de no pocos ni en darles pie de igualdad a las minorías étnicas que languidecían en el más abyecto atraso y marginamiento. La causa por la que propugnaban estos "ilustrados" criollos fue la autonomía política para el manejo directo de sus asuntos económicos a pesar de la activa e innegable participación de los afrodescendientes y amerindios en las gestas independentistas que culminaron con la disolución del yugo colonial.

Sumada a la preterición histórica a la que fueron condenados connotadísimos personajes como el Almirante José Prudencio Padilla, héroe naval de la guerra de la Independencia, y Luis A. Robles, primer ministro afro de Colombia (1876), fue la tarea a la que se abocaron innumerables criollos ilustrados de imaginar la nación de acuerdo a conceptos andinocentristas que preconizaban (y siguen preconizando hasta el día de hoy) las zonas templadas de los Andes como entornos aptos para la civilización mientras que los territorios tórridos y ecuatoriales se ven satanizados y altamente denigrados al ser considerados como "salvajes" y poco conducentes al progreso. 

Es sugestivo que estos mismos territorios, denominados peyorativamente como "bárbaros," eran habitados y siguen siendo habitados hasta la actualidad por afrodescendientes e indígenas que eran tachados de "física, moral e intelectualmente inferiores," tenidos como lastres que imposibilitaban el progreso y debían, por lo tanto, ser integrados o "confundidos" con las masas mediante el mestizaje.  

El mito del mestizaje es quizás uno de los más poderosos e inveterados mitos fundacionales, pues se refiere a una idea, a mi juicio, mal informada según la cual en Colombia no hay racismo porque a diferencia de Suráfrica o Estados Unidos, todas las razas y culturas se fundieron en una síntesis armónica y simbiótica. Al fin y al cabo, todos los colombianos bailan Salsa, Merengue y Vallentato e idolatran a la negra Selección Colombia.
   
Se trata, de hecho, de una de las creencias fundacionales de la identidad colombiana, como lo afirma el conocido historiador cartagenero Alfonso Múnera en su libro Fronteras imaginadas: “El viejo y exitoso mito de la nación mestiza, según el cual Colombia ha sido siempre, desde finales del siglo XVIII, un país de mestizos, cuya historia está exenta de conflictos y tensiones raciales.”

Es el mismo mito que hoy reproduce el Estado colombiano al sostener que en Colombia no hay discriminación racial. Lo sostuvo la embajadora Carolina Barco ante los congresistas negros de Estados Unidos que tenían un voto decisivo en el TLC, cuando dijo que el problema de los afrocolombianos es que viven en regiones "aisladas," no que sean discriminados. Cabría preguntarse porque empleó el calificativo de "aisladas," sustantivo que a mí me genera mucha preocupación, para referirse a los territorios donde habitan los afrodescendientes. 

Si lugares como Quibdó, Tumaco, Guapi y Buenaventura son considerados "retirados," me pregunto yo que territorios son tenidos como "cercanos." Lastimosamente, sus palabras, inoportunamente escogidas, no sólo me producen malestar sino también sustentan de manera inequívoca que los dirigentes del país siguien siendo sugestionados por una mentalidad altamente andinocentrista que ensalza los Andes como el área de la civilización y denigra las tierras calientes como lugares periféricos, no dignos de ser tenidos en cuenta, donde imperan el atraso y la barbarie.

Este mito lo defendió Uribe a capa y espada en un consejo comunitario en Cali a mediados de 2007, cuando argumentó, frente a líderes afros de Colombia y Estados Unidos, que el problema aquí es de pobreza, no de racismo. Y lo confirma el hecho de que el Estado colombiano lleve 12 años sin cumplir con su obligación de reportar ante el comité de la ONU contra la discriminación racial si ha hecho algo para combatirla. El mito sería curioso si no fuera tan trágico. 

La brecha entre el Chocó y Chicó, en el norte de Bogotá, es escandalosamente abismal. Entre estos dos polos opuestos que se sitúan a las antípodas el uno del otro en términos socio-económicos, se completa el cuadro de la discriminación. En Colombia sí existe racismo y mientras que los porteros de las discotecas de Bogotá y Cartagena siguen dejando por fuera a mis hermanos afros y la Policía nos sigue interrogando de manera injustificada sobre nuestras actividades cuando ingresamos a lugares "exclusivos" a los que nosotros también pertenecemos, me mantendré en pie de lucha contra un racismo que vuela debajo del radar de muchos colombianos que se muestran renuentes y/o indiferentes a combatirlo. 

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