¡Feliz Año Nuevo! Hace rato que no escribo una entrada. Desde hace cinco meses que comenzó mi periplo por Colombia, un país cuya belleza topográfica que no ha cesado de embrujar mis sentidos. Colombia, de acuerdo con lo afirmado por Gabriel García Márquez, ha aprendido a sobrevivir con una fe indestructible cuyo mérito mayor es el de ser más fructífera cuanto más adversa. Mi estadía aquí en Colombia ha sido bien aleccionadora y ha puesto al descubierto incontables áreas de mi carácter, menesterosas de crecimiento personal.
Una de las lecciones más importantes que Colombia me ha impartido es la indispensabilidad del autogobierno. Si bien no podemos siempre eludir las penalidades a las que nos vemos obligados a afrontar en el diario vivir, siempre ejercemos control sobre la manera en que reaccionamos a ellas. Es menester que no dejemos que las contrariedades determinen nuestros estados de ánimo, pues las calamidades también pueden ser madre de muchas oportunidades, tanto para refunfuñar y maldecir nuestra suerte desdichada o para crecer y darnos cuenta de lo realmente afortunados que somos frente a las desgracias e infortunios en los que muchos, especialmente aquí en Colombia, se ven envueltos.
La reciente ola invernal ha provocado pérdidas millonarias, arrojando un saldo de 281 muertos y dejando afectados a más de 271 mil individuos. Sin duda, este invierno ha generado ingentes necesidades ocasionadas por un desastre natural sin antecedentes en la historia contemporánea de Colombia. La foto aérea de la geografía colombiana por estos días, ubicuamente anegada, es poco esperanzadora. Las lluvias, potenciadas por el fenómeno climático La Niña - causante de una disminución de la temperatura del Pacifico oriental - han acarreado daños estimados por el gobierno en cerca de 5.000 millones de dólares. Sin embargo, lo que es igualmente descoronzador es el hecho de que, según el cálculo por el Gobierno, las inversiones requeridas para responder a esta emergencia invernal de proporciones monstruosas son del orden de 100 billones de pesos, aproximadamente 2% de la riqueza que produce Colombia per annum.
Este pronóstico nada alentador lo dictaminó Luis Alberto Moreno, el actual presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Cuando "se inundan cientos de miles de hectáreas que están ofreciendo o bien alimentos o pastos para ganadería, va a haber una caída de la producción agrícola que obligará a importar (...) y esa caída va acompañada de un menor crecimiento económico", puntualizó.
Pueblos enteros quedaron sumergidos, en especial a lo largo de la costa Caribe colombiana y cerca de 2,2 millones de personas fueron afectadas, al quedarse sin casa, sin empleo o sin escuelas. Tuve la oportunidad de presenciar los estragos ocasionados por la bravura inmisericorde de las intemperies cuando despegaba del aeropuerto Rafael Núñez de Cartagena rumbo a Bogotá para finalizar un periplo entretenido que me llevó por muchas partes de Colombia. Sumado a esto, los precios de los alimentos se han encarecido considerablemente debido a que 1,3 millones de hectáreas se encuentran bajo agua y unas 70 mil reses murieron, según el Ministerio de Agricultura. Para colmo de males, la emergencia llevó al estatal Departamento de Planeación Nacional (DNP) a reconocer que Colombia no cumplirá la meta de crecimiento fijada para 2010 que era del 5%. El organismo prevé que el crecimiento será de 4,5% en 2010.
Una de las lecciones más importantes que Colombia me ha impartido es la indispensabilidad del autogobierno. Si bien no podemos siempre eludir las penalidades a las que nos vemos obligados a afrontar en el diario vivir, siempre ejercemos control sobre la manera en que reaccionamos a ellas. Es menester que no dejemos que las contrariedades determinen nuestros estados de ánimo, pues las calamidades también pueden ser madre de muchas oportunidades, tanto para refunfuñar y maldecir nuestra suerte desdichada o para crecer y darnos cuenta de lo realmente afortunados que somos frente a las desgracias e infortunios en los que muchos, especialmente aquí en Colombia, se ven envueltos.
La reciente ola invernal ha provocado pérdidas millonarias, arrojando un saldo de 281 muertos y dejando afectados a más de 271 mil individuos. Sin duda, este invierno ha generado ingentes necesidades ocasionadas por un desastre natural sin antecedentes en la historia contemporánea de Colombia. La foto aérea de la geografía colombiana por estos días, ubicuamente anegada, es poco esperanzadora. Las lluvias, potenciadas por el fenómeno climático La Niña - causante de una disminución de la temperatura del Pacifico oriental - han acarreado daños estimados por el gobierno en cerca de 5.000 millones de dólares. Sin embargo, lo que es igualmente descoronzador es el hecho de que, según el cálculo por el Gobierno, las inversiones requeridas para responder a esta emergencia invernal de proporciones monstruosas son del orden de 100 billones de pesos, aproximadamente 2% de la riqueza que produce Colombia per annum.
Este pronóstico nada alentador lo dictaminó Luis Alberto Moreno, el actual presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Cuando "se inundan cientos de miles de hectáreas que están ofreciendo o bien alimentos o pastos para ganadería, va a haber una caída de la producción agrícola que obligará a importar (...) y esa caída va acompañada de un menor crecimiento económico", puntualizó.
Pueblos enteros quedaron sumergidos, en especial a lo largo de la costa Caribe colombiana y cerca de 2,2 millones de personas fueron afectadas, al quedarse sin casa, sin empleo o sin escuelas. Tuve la oportunidad de presenciar los estragos ocasionados por la bravura inmisericorde de las intemperies cuando despegaba del aeropuerto Rafael Núñez de Cartagena rumbo a Bogotá para finalizar un periplo entretenido que me llevó por muchas partes de Colombia. Sumado a esto, los precios de los alimentos se han encarecido considerablemente debido a que 1,3 millones de hectáreas se encuentran bajo agua y unas 70 mil reses murieron, según el Ministerio de Agricultura. Para colmo de males, la emergencia llevó al estatal Departamento de Planeación Nacional (DNP) a reconocer que Colombia no cumplirá la meta de crecimiento fijada para 2010 que era del 5%. El organismo prevé que el crecimiento será de 4,5% en 2010.
Frente a ese panorama tan demoralizador, la promesa que me propuse para este año era no quejarme, pues los inconvenientes con los que tengo que bregar cotidianamente ni siquiera le llegan a los talones de los problemas de calado incalificable con los que se ven enfrentados miles de damnificados, a quienes les tocó pasar el Fin de Año sin techo.
Durante mi estadía aquí en Bogotá a menudo nos descubrí quejándome de toda índole de contrariedades, de faltas de consideración o del egoísmo descomedido de los demás. Me percaté de aquel murullo en mi interior, ese gemido, ese lamento que crecía y crecía aunque no lo quisiera. Me di cuenta de que cuanto más me refugiaba en él, peor me sentía; en cuanto más lo analizaba, más razones surgían para seguir rezongando y lamentando mi desdicha.
Hay un enorme y oscuro poder en esa vehemente queja interior. Cada vez que una persona se deja seducir por las irreprimibles ganas de quejarnos, se enreda un poco más en una espiral de rechazo interminable. La condena a otros, y la condena a uno mismo, crecen más y más. Se adentra en el laberinto de su propio descontento, hasta que al final puede sentirse la persona más incomprendida, rechazada y despreciada del mundo.
Además, quejarse es muchas veces contraproducente. Cuando nos lamentamos de algo con la esperanza de inspirar pena y así recibir una satisfacción, el resultado es con frecuencia lo contrario de lo que intentamos conseguir. La queja habitual conduce a más rechazo, pues es agotador convivir con alguien que tiende al victimismo, o que en todo ve desaires o menosprecios, o que espera de los demás —o de la vida en general— lo que de ordinario no se puede exigir. La raíz de esa frustración está no pocas veces en que esa persona se ve autodefraudada, y es difícil dar respuesta a sus quejas porque en el fondo a quien rechaza es a sí misma.
Una vez que la queja se hace fuerte en alguien —en su interior, o en su actitud exterior—, esa persona pierde la espontaneidad hasta el punto de que la alegría que observa en otros tiende a evocar en ella un sentimiento de tristeza, e incluso de rencor. Ante la alegría de los demás, enseguida empieza a sospechar. Alegría y resentimiento no puede coexistir: cuando hay resentimiento, la alegría, en vez de invitar a la alegría, origina un mayor rechazo.
Esa actitud de queja es aún más grave cuando va asociada a una referencia constante a la propia virtud, al supuesto propio buen hacer: “Yo hago esto, y lo otro, y estoy aquí trabajando, preocupándome de aquello, intentando eso otro... y en cambio él, o ella, mientras, se despreocupan, hacen el vago, van a lo suyo, son así o asá...”.
Cuando se cae en esa espiral de crítica y de reproche, todo pierde su espontaneidad. El resentimiento bloquea la percepción, manifiesta envidia, se indigna constantemente porque no se le da lo que, según él, merece. Todo se convierte en sospechoso, calculado, lleno de segundas intenciones. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento. El más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. La vida se convierte en una estrategia de agravios y reivindicaciones. En el fondo de todo aparece constantemente un yo resentido y quejoso.
¿Cuál es la solución a esto? Quizá lo mejor sea esforzarse en dar más entrada en uno mismo a la confianza y a la gratitud. Sabemos que gratitud y resentimiento no pueden coexistir. La disciplina de la gratitud es un esfuerzo explícito por recibir con alegría y serenidad lo que nos sucede. La gratitud implica una elección constante. Puedo elegir ser agradecido aunque mis emociones y sentimientos primarios estén impregnados de dolor. Es sorprendente la cantidad de veces en que podemos optar por la gratitud en vez de por la queja. Hay un dicho estonio que dice: “Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho”. Los pequeños actos de gratitud le hacen a uno agradecido. Sobre todo porque, poco a poco, nos hacen a uno ver que, si miramos las cosas con perspectiva, al final nos damos cuenta de que todo resulta ser para bien.
Además, quejarse es muchas veces contraproducente. Cuando nos lamentamos de algo con la esperanza de inspirar pena y así recibir una satisfacción, el resultado es con frecuencia lo contrario de lo que intentamos conseguir. La queja habitual conduce a más rechazo, pues es agotador convivir con alguien que tiende al victimismo, o que en todo ve desaires o menosprecios, o que espera de los demás —o de la vida en general— lo que de ordinario no se puede exigir. La raíz de esa frustración está no pocas veces en que esa persona se ve autodefraudada, y es difícil dar respuesta a sus quejas porque en el fondo a quien rechaza es a sí misma.
Una vez que la queja se hace fuerte en alguien —en su interior, o en su actitud exterior—, esa persona pierde la espontaneidad hasta el punto de que la alegría que observa en otros tiende a evocar en ella un sentimiento de tristeza, e incluso de rencor. Ante la alegría de los demás, enseguida empieza a sospechar. Alegría y resentimiento no puede coexistir: cuando hay resentimiento, la alegría, en vez de invitar a la alegría, origina un mayor rechazo.
Esa actitud de queja es aún más grave cuando va asociada a una referencia constante a la propia virtud, al supuesto propio buen hacer: “Yo hago esto, y lo otro, y estoy aquí trabajando, preocupándome de aquello, intentando eso otro... y en cambio él, o ella, mientras, se despreocupan, hacen el vago, van a lo suyo, son así o asá...”.
Cuando se cae en esa espiral de crítica y de reproche, todo pierde su espontaneidad. El resentimiento bloquea la percepción, manifiesta envidia, se indigna constantemente porque no se le da lo que, según él, merece. Todo se convierte en sospechoso, calculado, lleno de segundas intenciones. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento. El más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. La vida se convierte en una estrategia de agravios y reivindicaciones. En el fondo de todo aparece constantemente un yo resentido y quejoso.
¿Cuál es la solución a esto? Quizá lo mejor sea esforzarse en dar más entrada en uno mismo a la confianza y a la gratitud. Sabemos que gratitud y resentimiento no pueden coexistir. La disciplina de la gratitud es un esfuerzo explícito por recibir con alegría y serenidad lo que nos sucede. La gratitud implica una elección constante. Puedo elegir ser agradecido aunque mis emociones y sentimientos primarios estén impregnados de dolor. Es sorprendente la cantidad de veces en que podemos optar por la gratitud en vez de por la queja. Hay un dicho estonio que dice: “Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho”. Los pequeños actos de gratitud le hacen a uno agradecido. Sobre todo porque, poco a poco, nos hacen a uno ver que, si miramos las cosas con perspectiva, al final nos damos cuenta de que todo resulta ser para bien.
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