RENUNCIA DE RESPONSABILIDAD : Las opiniones aquí expresadas pertenecen al autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista del Departamento del Estado de los EEUU, el Programa Fulbright, la Comisión Fulbright de Colombia, el Instituto de Estudios Internacionales (IIE) o la Universidad de los Andes. Léase todo con comprensión. Atentamente, Gabriel-Josué Hurst

domingo, 30 de enero de 2011

Colombia: país de las ovejas amordazadas

Caben aquí unas glosas sobre un artículo noticioso que me ha dejado intrigadísimo sobre la idiosincrasia colombiana. Esta mañana, cuando me alistaba a armar unas diapositivas para unos talleres culturales, me topé con un artículo escrito por María Jimena Duzán, una columnista de SEMANA conocídisima por el contenido altamente polémico de sus notas de opinión. El artículo en cuestión, titulado "¿por qué los colombianos nos aguantamos todo?," puso en diálogo varias tendencias de color local que he venido detectando desde mi arribo a Colombia como, por ejemplo, estoicismo proverbial con que toleran los colombianos las penalidades con las que se ven enfrentados del orden diario sin siquiera inmutarse ni musitar un solo reclamo. 

Me percaté del grado de abnegación que caracteriza a los bogotanos el otro día cuando me dirigía a la Universidad de los Andes en buseta. Lastimosamente, me tocó un conductor bien "huache" que se metía bruscamente entre los carriles, cruzaba los semáforos en rojo sin amagar la menor deferencia a los peatones e insistía de manera incorregible en recoger a pasajeros pese al tamaño reducídismo del medio de transporte no daba abasto para acomodar a tantos. 

Para colmo de males, la rapidez con que manejaba me paracía terriblemente espeluznante, por lo que me acerqué a la cabina de conducción para solicitarle de la manera más comodida que aminorara su velocidad, pues varios pasajeros hace rato venían refunfuñando de su brusquedad, la que nos tenían a todos lastimados por sus maniobras toscas y mal ejecutadas. Apenas había formulado la queja, una señora farfulló entre dientes que si no me gustaba la forma como manejaba el conductor, que cogiera taxi. Me dio pasmo escuchar tal reconvención, pues resulta que dicha señora era la que más se quejaba de la conducción agresiva a la que todos estábamos sujetos. 

A mi entender, los colombianos aguantan todo y se ensañan contra los que sí protestamos, así sea en aras del beneficio colectivo. He librado una batalla a brazo partido contra la comparación entre EEUU y Colombia en la que suelo caer, pero no resisto las ganas. Es más, uno entiende a partir de lo que uno conoce como fue la tarea que les tocó a los conquistadores españoles de describir, lo más detalladamente posible, cosas jamás vistas por los habitantes del "Viejo Mundo," una tarea que sin duda conllevó dificultades de tamañas proporciones.

Los estadounidenses somos otro parche. Siempre he creído que somos un pueblo altamente contestatario. En Estados Unidos, país del que soy orgullosamente oriundo, la BP quedó herida de muerte por cuenta de las protestas de cientos de pescadores cuyo bienestar quedó gravemente lesionado por el derrame de petróleo, ocasionado por la irresponsabilidad administrativa y codicia lucrativa de la empresa. Lo sólo lograron a punta de quejas la millonaria indemnización que le exigieron al gobierno de Obama sino propiciaron la salida del país de BP.

Según la autora, los bogotanos siguen aguantándose un Pico y Placa que hace rato dejó de servir, y al cuestionado Alcalde nadie lo increpa. El problema con las losas de TransMilenio nos ha dejado una autopista inservible y en constante remiendo, pero el responsable de este descalabro es hoy uno de los candidatos más opcionados en las encuestas a la Alcaldía de Bogotá. ¿Alguien ha salido indignado a protestar por esta debacle infraestructural? ¿Acaso alguien puso un grito en el cielo para sustentar su rechazo enérgico a estas obras que están lejos de ser concluidas y terminan exacerbando la congestión del tráfico?  

Tras la tregua vacacional, he tenido la oportunidad de probar en carne y hueso el caos en el que se ha convertido Bogotá. La capital siempre me ha intrigado por su cultural, su herencia colonial y su español castizo y depurado, pero los interminables trancones, el flujo garrafal de pasajeros y el levantamiento transitorio del Pico y Plata, me han borrado la sonrisa y me hicieron caer en cuenta que Bogotá es un fracaso de infraestructura.

Con cada día que pasa más me estoy convinciendo de que en Colombia las protestas cotidianas no tienen cabida ni eco. Me di cuenta de que al tratar de exigir la devolución de un plantal que había derrocado en una librería por un libro que estaba totalmente rayado a pesar de haber sido envuelto en un envase de plástico. Me miraron como si tuviese tres cabezas, lo cual me dio la sensación de que me veían como un vivo que estaba tratando de sacarle partido a las circunstancias. Me tocó dialogar largo rato con el gerente y apenas se enteró de que era estadounidense cambió de tonito y me consentió en el pedido.

Termino citando en su totalidad el penúltimo párrafo del artículo. "Protestar en Colombia no solo desafía la cultura establecida, sino que lo convierte a uno en un perro a cuadros. Uno no encuentra ni los lugares precisos, ni las instituciones que reciban esa protesta y la tomen en serio. ¿A cuántos de ustedes no les ha pasado que cuando van a protestar por una cuenta de gas o de luz que supera lo normal, lo primero que hace la persona encarcagada es darle a uno a entender que la protesta no es válida y que uno es el equivocado? Las veces que yo he hecho el reclamo me ha tocado prácticamente probar que no soy una antisocial que quiere robarle chichiguas a la empresa en cuestión. ¿Han intentado hacer un reclamo en Comcel o en Movistar sin terminar convertidos en una especie de apátridas?"

De acuerdo con lo que me dijo un gamín de la Jiménez, Colombia es definitamente el país de las ovejas amordazadas.

lunes, 24 de enero de 2011

Si somos iguales, iguales debemos morir

Estoy aguandando la llamada de una amiga que me va a confirmar su hora de asistencia para que rumbeamos junticos esta noche, pero por mientras quería aprovechar de este espacio para plasmar mis apreciaciones sobre un nefasto acontecimiento que tiene el país entero estremecido. El asesinato de dos estudiantes bogotanos en San Bernardo del Viento (Córdoba) pone trágicamente de relieve el régimen de terror bajo cuyo puño de hierro viven innumerables zonas del país. 

Lastimosamente, estos dos estudiantes biólogos, afiliados a la Universidad de los Andes, se encontraban en el lugar equivocado en el momento equivocado. Al parecer, Mateo Malamata y Margarita Gómez estaban adelantando sus respectivos trabajos de preparación para sus proyectos de grado y emprendieron rumbo hacia la Costa Cordobesa para hacerse cargo de un manatí. Pero detrás de estas playas paradisíacas gravitaba un mundo sumido en la violencia, en el que los asesinatos, el narcotráfico y los enfrentamientos armados eran el pan de cada día. 

Este ambiente altamente enrarecido por la violencia se debe en gran medida a la desmovilización paramilitar. Pese a los comentarios ilusos y de dudosa veracidad que se han popularizado en las noticias, los paramilitares no se han desaparecido del todo sino que la desmovilización negociada con Uribe atomizó su estructura organizacional y generó focos diminutos que detentan un poder casi incontestable sobre amplias zonas del país, como el Departamento de Córdoba. Para los que no están familiarizados con el acontecer colombiano, el término "desmovilización" describe un proceso por el cual una tropa irregular, sea insurgente o paramilitar, capitula, es decir, deja de ejercer su actividad belicosa. Tras el desmonte de las AUC, acaecido en 2006, han surgido nuevas estructuras que aglomerana narcotraficantes, sicarios y desmovilizados. 

Las dos agrupaciones que gobieran de manera inmisericorde las zonas ribereñas de Córdoba a guisa de un duunvirato son los Urabeños, respaldados por las Águilas Negras, y los Paisas, quienes se encuentran coligados con los Rastrojos, del Valle del Cauca. Estos dos bandos se disputan la soberanía territorial de amplísimas zonas de Córdoba, manejados por poderosos cabecillas que carecen de rostro, pero cuya capacidad destructiva es descomunal. Puesto que el departamento cordobés constituye un punto estratégico en el traspaso de sustancias ilícitas de Colombia a Panamá, la lucha reñida que se ha dado por adjudicarse la hegemonía de esta zona de incalculable valor para el narcotráfico ha sembrado un cambio drástico en la idiosincrasia tranquila de los cordobeses. Hoy la gente vive sumida en el miedo, pues los crímenes no respetan ni tienen distingo del estrato, de la raza y ni del género de quienes caen muertos.

Las muertes inesperadas de estos dos estudiantes pusieron al descubierto la ineficacia del dinero en resguardarnos de los peligros que andan acechando a no pocos colombianos. Si bien, me apesadumbraron sobremanera los asesinatos de estos dos inocentes estudiantes, pero me generó malestar las recientes actuaciones del presidente Santos. En un gesto de condolencia, que muchos interpretaron como muestra de su solidaridad con la élite bogotana, tomó la decisión de doblar la recompensa que se ofrecía a cambio de cualquier atisbo que llevara a la pronta captura de los culpables. De $250 millones pasó a $500 millones.


A mi juicio, Santos metió la pata, pero hasta el fondo, pues. Fue un craso error de su parte haber aumentado la recompensa a esa exorbitante cantidad, pues terminó echándole sal en las llagas que llevan muchísimos colombianos que no cuentan con los recursos para dar con el paradero que quienes propiciaron la muerte a sus seres queridos. Seguramente se preguntaron, ¿qué tienen ellos que los hace tan especiales? ¿De qué categoría de colombianos son para merecer ese inusitado despliegue abriendo emisión de noticieros y la astronómica recompensa?

Hasta la Gobernadora de Córdoba, indignada por la falta de tacto del presidente y de los medios comunicativos, terció en el debate y planteó los siguientes interrogantes que encuentro sensatos y a tono con la realidad que se está viviendo en el territorio bajo su jurisdicción, ¿y dónde estaban los medios de comunicación nacionales que no se dieron cuenta de los más de 500 asesinatos en el departamento de Córdoba que no merecen este despliegue ni recompensas millonarias? ¿Por qué sí ‘notaron’ a los dos bogotanos y al resto de los muertos los ignoran?” 

Al parecer, la canción salsera, "Somos Iguales," no gozó de gran acogida aquí en Colombia, pues el grado de discriminación tan marcado y prepotente que acusa este caso me parece escandolosísimo e indicativo de la brecha que separan los colombianos pudientes de los colombianos perdedores. Con toda razón, estos dos asesinatos despiadados deben revestirse del repudio nacional y seré el primero en hacer un llamado enérgico a que todo el rigor de la ley se aplique en el debido encausamiento de los responsables. Sin embargo, a raíz de los homicidios, lo que sí se ha quedado claro es que aquí en Colombia existen ciudadanos de primera, cuyas imágenes se acaparan las portadas de revistas y periódicos, y ciudadanos de segunda, cuyas voces de protesta se quedarán silenciadas bajo el frío manto de la indiferencia y el desinterés.

El abuelo empresario, entendiblemente condolido por la pérdida de su nieto, invirtió copiasas cantidades de peculio en hacer de su muerte una "tragedia nacional." Las imágenes de su féretro cubierto de flores conquistaron primeras páginas en periódicos y primer plano en emisiones de noticieros. Esto dista mucho del asesinato del nieto del alcalde de Puerto Asís, cuya muerte mereció unos míseros $50 millones. Ahora me pregunto, ¿no valían sus respectivas vidas lo mismo? Cada vez más me estoy convinciendo de que llegué a "un" país, pero saldré de "dos," pues Colombia es una moneda de dos caras, una pujante y adinerada, la otra paupérrima e invisibilizada.

sábado, 8 de enero de 2011

Ciudadanía por sitio de nacimiento: nueva batalla en la controversia migratoria

Mientras paso la tarde "desparchado" me he detenido abruptamente a reflexionar en una sugerencia sensata que me brindó un profesor chileno cuando le tocó evaluar uno de mis ensayos que había escrito para un ramo de ciencias políticas en que estaba cursando en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Valiéndose de un adagio que popularizó el connotado poeta chileno, Vicente Huidobro, me dijo sin ambages que "la palabra que no da vida, mata." 

A partir de ese encuentro iluminador, he caído en cuenta que el lenguaje hermético y rebuscado no es siempre el precio inevitable de la erudición. Puede esconder simplemente, en algunos casos, una incapacidad de comunicación elevada a la categoría de virtud intelectual. En el peor de los casos, puede dar a entender de forma no intencionada una supuesta pedantería y hasta inducir el desinterés de nuestros lectores en el tema que nos hemos propuesto a glosar. Lo que más le consternó al dicho profesor fue que el lenguaje en que me había expresado en la monografía terminó subvertiendo su contenido. Los ingentes esfuerzos que había hecho por dilucidar la importancia de reconceptualizar la educación como "un derecho" y no "una prebenda," fueron largamente apreciados, pero el lenguaje esotérico e inaccesible en que había plasmado estas líneas vició el propósito del ensayo y terminó confirmando que el conocimiento es un privilegio de las élites. 

Por ende, en este Año Nuevo me he propuesto escribir de manera más tersa en aras de una mayor comprensión. Reconozco que esfuerzos hercúleos serán requeridos de mi parte para reprimir mis proclividades a la grandilocuencia, pero es importante que suprima la ampulosidad y no siga generando la confusión generalizada en que han caído no pocos lectores míos en el pasado.


Bueno, al grano. Un artículo publicado por la BBC me tiene bien desconcertado por múltiples razones. El eje alrededor del cual revolvía el artículo era la ciudadanía concedida por nacimiento en un determinado país. Esta semana, legisladores conservadores de cinco estados presentaron en Washington una campaña a nivel nacional para intentar limitar ese derecho, que para ciertos sectores del Partido Republicano se está convirtiendo en uno de los puntos principales de su política migratoria. 

Seré el primero en reconocer que la cuestión de la nacionalidad por nacimiento, íntimamente relacionada con el derecho a la nacionalidad estadounidense de los hijos de inmigrantes ilegales, ha sido un tema largamente debatido no sólo en los EEUU sino también en varios países de Europa, muchos de los cuales tienden a ser más reacios que Washington a la hora de concender la ciudadanía a los que nacen dentro de sus jurisdicciones territoriales. 

Sin embargo, a mi parecer, este debate no es propio de un país que ha sido, desde su fundación, construido sobre los espinazos de inmigrantes, tantos voluntarios como involuntarios. La idea de que una pieza de legislación de estos alcances está siendo discutida en el Congreso me genera mucha preocupación y desconoce de la forma más flagrante nuestros orígenes como un "país de inmigrantes." Los comentarios de Daryl Metcalfe, representante del Estado de Pennsylvania, me resultan muy alarmantes: "Estamos aquí para lanzar un mensaje público al Congreso. Queremos acabar con la invasión ilegal de extranjeros que está teniendo un impacto negativo en nuestros estados", indicó él en declaraciones citadas por el diario New York Times.


El hecho de que nos regimos por la clásica norma del "ius soli," o "derecho de suelo" corrobora ese pasado repleto de los aportes de los inmigrantes que algunos pretenden ocultar. Esta norma establece que el recién nacido adopta la nacionalidad del lugar en que nace, independientemente del origen de sus padres. Bajo esta normatividad, la ciudadanía se concede sin miramientos al país o países de origen de donde provengan los padres.

En Argentina, por ejemplo, según la Ley de Nacionalidad nº 346, adoptada en 1869, pero todavía en vigor, "son argentinos todos los nacidos en el territorio de la República Argentina, sea cual fuere la nacionalidad de sus padres".Textos legales similares rigen en Canadá, Chile, Uruguay, Estados Unidos y Venezuela, entre otros. Cabe señalar que los países americanos, en general, adoptaron este principio con el fin de estimular la inmigración. En aras de favorecer la inmigración y poblar territorios sumamente deshabitados para así volverlos productivos, se implementó el derecho de suelo, lo que contraviene el sistema europeo, en el que la nacionalidad viene otorgada por la sangre de los padres.

Paradójicamente, en muchos países de Europa no prevalece el derecho de suelo, sino el "ius sanguinis", derecho de sangre en latín. En Alemania, quizá el caso más emblemático de la aplicación del "ius sanguinis", hasta 2000, sólo los hijos de alemanes obtenían la nacionalidad alemana. Esta normatividad ha sufrido una leve modificación lo que permite que los hijos de los extranjeros adquieran la ciudadanía siempre que los padres hayan residido en el país de manera legal por más de ocho años o dispongan de un permiso de residencia permanente por más de tres años. El Reino Unido tiene implementado un sistema que matiza estas dos corrientes, pues si bien el país tradicionalmente ha aplicado el derecho de suelo, realizó una reforma en 1983, en virtud de la cual, para la adquisición de la nacionalidad por nacimiento, los padres extranjeros deben tener "residencia estable" en suelo británico.

No obstante, hay países que actúan más rígidamente en la concesión de la ciudadanía a los que nacen dentro de sus fronteras. Según el Código Civil, un niño nacido en territorio español de padres extranjeros será considerado español sólo si sus progenitores "carecieren de nacionalidad o si la legislación de ninguno de ellos atribuye al hijo nacionalidad." En Francia la normativa es casi la misma, pues "el simple nacimiento en Francia no implica la atribución de la nacionalidad francesa más que a los niños nacidos de padres desconocidos, apátridas, o de padres extranjeros que no pueden transmitirle su nacionalidad." 

Lo que ha salido a relucir en este debate es la brecha mental que separa los países de emigración de los de inmigración. En las normativas que han adoptado tanto América como Europa se ven reflejados procesos de larga data que dan cuenta de una historia que, irónica y convenientemente, algunos desean encubrir. Si este sector ultraconservador del Partido Republicano lograse su cometido, Estados Unidos terminará pareciéndose más a Europa que al país que soñaron sus fundadores, ellos sí, inmigrantes. 

viernes, 7 de enero de 2011

¿Qué es lo que tiene Cali?

Interrumpo mi lectura de Fronteras Imaginadas, escrito por Alfonso Múnera, para detallar un poco las peripecias de mis viajes por Colombia ocurridos el mes pasado. Confieso que Colombia, un territorio risueño bañado por las aguas diáfanas de dos océanos y atravesado por tres escarpadas cordilleras que se desparraman por el país como un tridente rocoso, me ha embrujado los sentidos y cautivado todos mis afectos. Colombia no sólo conquista a los turistas con su megabiodiversidad y el carácter ubérrimo de su suelo, sino por la amabilidad de sus habitantes que se prestan presurosos a orientar a un turista extraviado sin que se les tenga que torcer el brazo.

Hoy en Bogotá ha llovido a cántaros todo el santo día sin que diera tregua. En Bogotá los aguaceros son aislados y luego de un par de días de lluvia incesante suelen amainar antes de volver a anunciarse con insistentes lloviznas. Estas lluvias han sido muy atípicas aunque le den validez a la caracterización que le dio Gabriel García Márquez a Bogotá como la "Ciudad Gris." Me temo de que vayan a tener que recurrir a medios quirúrgicos para quitarme el paraguas de la mano, el cual me veo obligado a portar siempre.


Bogotá es una ciudad peculiar por excelencia. Les juro que en un día he sentido todas las estaciones. Tan pronto uno llegue a Bogotá, su piel percibirá un cierto aire otoñal que embarga el ambiente, o con una temperatura parecida a la primavera incipiente. Pero, es sólo por semejanza, pues aquí no hay estaciones. Más le vale a uno que se aprenda la jerga meteorológica: en Bogotá, la llovizna es pertinaz, la lluvia es aislada, llover a chorros es un aguaceros y a la corriente de aire frío que cala los huesos después de las cinco de la tarde, hora que coincide con el arranque de los trancones, se le llama chiflón.     


Cambio bruscamente de tema para narrar los detalles de mi viaje más reciente a Cali, Capital Mundial de la Salsa. Cuando me dejé ver en Cali por unos días, por pura casualidad, la Feria de la Salsa se había volcado a las calles, convirtiéndose en territorio de encuentro en una ciudad rota y escindida por abismos socio-raciales. Pese a sus detractores, yo le guardo mucho respeto al alcalde Jorge Iván Ospina por haber propuesto colonizar con el alumbrado navideño una zona económicamente deprimida y estigmatizada por el hampa y la marginalidad para forzar a la gente a reevaluarla y verla de otra manera. Retomó la vieja carrilera del tren, abandonada y en desuso, que atraviesa barrios acechados por la pobreza y la convirtió en pasaje iluminado que invita al encuentro de unos con otros, los que en la vida contidiana ni siquiera se rozarían. 


Como bien saben, Santiago de Cali, en el Valle del Cauca, es el epicentro del suroccidente colombiano y uno de los principales centros económicos e industriales del país. Enmarcada por la Cordillera Occidental y el Mar Pacífico, su región tiene variedad de climas y un destino para cada tipo de viajero, con playas, tradición histórica, aventura, destinos ecológicos y cultura.


Nadie ha podido determinar con exactitud en dónde radica ese algo especial, ese particular encanto que embruja y hechiza al visitante, haciendo de Cali una ciudad única, distinta a todas las grandes urbes de Colombia. Para algunos la magia estriba en su clima placentero, suave en las montañas, cálido a ciertas horas del día y refrescante al atardecer y en sus noches. Otros discreparían con esa estimación y atribuirían el encanto de Cali a su entorno bucólico, su incomparable paisaje en medio de dilatadas llanuras y la despampanante belleza de sus farallones.  


Yo diría que el encanto de Cali gravita sobre la Salsa. Hace más de 40 años esta corriente musical ha congregado a negros, blancos, mestizos, emigrantes y raizales en Juanchito para hacerle eco a ritmos entonados por Willie Colón, Héctor Lavoe, Richie Ray, La Fania y Celia Cruz. Esta cadencia afroantillana se desembarcaba en Buenaventura y se caleñizaba en las casetas de la Feria de Cali. Según María Elvira Bonilla, "la Feria, desde el espacio público y de la mano de la música, especialmente de la Salsa, se convierte en el vaso comunitario, el canal de comunicación, logra lo que no ha conseguido la política: superar la polarización y el resentimiento." En el Salsódromo, con el que se da inicio al jolgorio decembrino, se deshacen las barreras.


Presencié un desfile casi inacabable de muchachos de las barriadas, bailando, llenos de gracia y destreza. Estos jóvenes son innovadores en su estilo de bailar, creativos en vestuarios y coreografías, que reflejan lo profundo de una tradición que se ha ido perfeccionado en las más de 400 escuelas de Salsa, formadas espontáneamente en los barrios populares de Cali. Según muchos caleños, el desfile salsero es hijo de al menos dos generaciones de caleños bailando, sin que nada las detenga, como si la Salsa se hubiese convertido en una forma de resistencia a las tensiones, el deterioro, la violencia y la depresión que ha vivido Cali. Es otra Cali la que baila, una Cali viva que no da el brazo a torcer ni ante el peor de los reveses. Es, pues, la Salsa un medio cadencioso orientado a reinvidicar una identidad perdida, el cual es capaz de construir puentes rotos y restañar heridas.
Cali, la Sultana del Valle, la Sucursal del Cielo, siempre ocupará un lugar privilegiado dentro de mi corazón, que recitará el conocidísimo refrán hasta la saciedad, Cali es Cali, lo demás es loma.

martes, 4 de enero de 2011

2011: Borrón y Cuenta Nueva (año de agradecimiento)

¡Feliz Año Nuevo! Hace rato que no escribo una entrada. Desde hace cinco meses que comenzó mi periplo por Colombia, un país cuya belleza topográfica que no ha cesado de embrujar mis sentidos. Colombia, de acuerdo con lo afirmado por Gabriel García Márquez, ha aprendido a sobrevivir con una fe indestructible cuyo mérito mayor es el de ser más fructífera cuanto más adversa. Mi estadía aquí en Colombia ha sido bien aleccionadora y ha puesto al descubierto incontables áreas de mi carácter, menesterosas de crecimiento personal.

Una de las lecciones más importantes que Colombia me ha impartido es la indispensabilidad del autogobierno. Si bien no podemos siempre eludir las penalidades a las que nos vemos obligados a afrontar en el diario vivir, siempre ejercemos control sobre la manera en que reaccionamos a ellas. Es menester que no dejemos que las contrariedades determinen nuestros estados de ánimo, pues las calamidades también pueden ser madre de muchas oportunidades, tanto para refunfuñar y maldecir nuestra suerte desdichada o para crecer y darnos cuenta de lo realmente afortunados que somos frente a las desgracias e infortunios en los que muchos, especialmente aquí en Colombia, se ven envueltos.


La reciente ola invernal ha provocado pérdidas millonarias, arrojando un saldo de 281 muertos y dejando afectados a más de 271 mil individuos. Sin duda, este invierno ha generado ingentes necesidades ocasionadas por un desastre natural sin antecedentes en la historia contemporánea de Colombia. La foto aérea de la geografía colombiana por estos días, ubicuamente anegada, es poco esperanzadora. Las lluvias, potenciadas por el fenómeno climático La Niña - causante de una disminución de la temperatura del Pacifico oriental - han acarreado daños estimados por el gobierno en cerca de 5.000 millones de dólares. Sin embargo, lo que es igualmente descoronzador es el hecho de que, según el cálculo por el Gobierno, las inversiones requeridas para responder a esta emergencia invernal de proporciones monstruosas son del orden de 100 billones de pesos, aproximadamente 2% de la riqueza que produce Colombia per annum.


Este pronóstico nada alentador lo dictaminó Luis Alberto Moreno, el actual presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Cuando "se inundan cientos de miles de hectáreas que están ofreciendo o bien alimentos o pastos para ganadería, va a haber una caída de la producción agrícola que obligará a importar (...) y esa caída va acompañada de un menor crecimiento económico", puntualizó.


Pueblos enteros quedaron sumergidos, en especial a lo largo de la costa Caribe colombiana y cerca de 2,2 millones de personas fueron afectadas, al quedarse sin casa, sin empleo o sin escuelas. Tuve la oportunidad de presenciar los estragos ocasionados por la bravura inmisericorde de las intemperies cuando despegaba del aeropuerto Rafael Núñez de Cartagena rumbo a Bogotá para finalizar un periplo entretenido que me llevó por muchas partes de Colombia. Sumado a esto, los precios de los alimentos se han encarecido considerablemente debido a que 1,3 millones de hectáreas se encuentran bajo agua y unas 70 mil reses murieron, según el Ministerio de Agricultura. Para colmo de males, la emergencia llevó al estatal Departamento de Planeación Nacional (DNP) a reconocer que Colombia no cumplirá la meta de crecimiento fijada para 2010 que era del 5%. El organismo prevé que el crecimiento será de 4,5% en 2010.
 

Frente a ese panorama tan demoralizador, la promesa que me propuse para este año era no quejarme, pues los inconvenientes con los que tengo que bregar cotidianamente ni siquiera le llegan a los talones de los problemas de calado incalificable con los que se ven enfrentados miles de damnificados, a quienes les tocó pasar el Fin de Año sin techo.

Durante mi estadía aquí en Bogotá a menudo nos descubrí quejándome de toda índole de contrariedades, de faltas de consideración o del egoísmo descomedido de los demás. Me percaté de aquel murullo en mi interior, ese gemido, ese lamento que crecía y crecía aunque no lo quisiera. Me di cuenta de que cuanto más me refugiaba en él, peor me sentía; en cuanto más lo analizaba, más razones surgían para seguir rezongando y lamentando mi desdicha.   
 
Hay un enorme y oscuro poder en esa vehemente queja interior. Cada vez que una persona se deja seducir por las irreprimibles ganas de quejarnos, se enreda un poco más en una espiral de rechazo interminable. La condena a otros, y la condena a uno mismo, crecen más y más. Se adentra en el laberinto de su propio descontento, hasta que al final puede sentirse la persona más incomprendida, rechazada y despreciada del mundo.

Además, quejarse es muchas veces contraproducente. Cuando nos lamentamos de algo con la esperanza de inspirar pena y así recibir una satisfacción, el resultado es con frecuencia lo contrario de lo que intentamos conseguir. La queja habitual conduce a más rechazo, pues es agotador convivir con alguien que tiende al victimismo, o que en todo ve desaires o menosprecios, o que espera de los demás —o de la vida en general— lo que de ordinario no se puede exigir. La raíz de esa frustración está no pocas veces en que esa persona se ve autodefraudada, y es difícil dar respuesta a sus quejas porque en el fondo a quien rechaza es a sí misma.

Una vez que la queja se hace fuerte en alguien —en su interior, o en su actitud exterior—, esa persona pierde la espontaneidad hasta el punto de que la alegría que observa en otros tiende a evocar en ella un sentimiento de tristeza, e incluso de rencor. Ante la alegría de los demás, enseguida empieza a sospechar. Alegría y resentimiento no puede coexistir: cuando hay resentimiento, la alegría, en vez de invitar a la alegría, origina un mayor rechazo.

Esa actitud de queja es aún más grave cuando va asociada a una referencia constante a la propia virtud, al supuesto propio buen hacer: “Yo hago esto, y lo otro, y estoy aquí trabajando, preocupándome de aquello, intentando eso otro... y en cambio él, o ella, mientras, se despreocupan, hacen el vago, van a lo suyo, son así o asá...”.

Cuando se cae en esa espiral de crítica y de reproche, todo pierde su espontaneidad. El resentimiento bloquea la percepción, manifiesta envidia, se indigna constantemente porque no se le da lo que, según él, merece. Todo se convierte en sospechoso, calculado, lleno de segundas intenciones. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento. El más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. La vida se convierte en una estrategia de agravios y reivindicaciones. En el fondo de todo aparece constantemente un yo resentido y quejoso.

¿Cuál es la solución a esto? Quizá lo mejor sea esforzarse en dar más entrada en uno mismo a la confianza y a la gratitud. Sabemos que gratitud y resentimiento no pueden coexistir. La disciplina de la gratitud es un esfuerzo explícito por recibir con alegría y serenidad lo que nos sucede. La gratitud implica una elección constante. Puedo elegir ser agradecido aunque mis emociones y sentimientos primarios estén impregnados de dolor. Es sorprendente la cantidad de veces en que podemos optar por la gratitud en vez de por la queja. Hay un dicho estonio que dice: “Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho”. Los pequeños actos de gratitud le hacen a uno agradecido. Sobre todo porque, poco a poco, nos hacen a uno ver que, si miramos las cosas con perspectiva, al final nos damos cuenta de que todo resulta ser para bien.