No puede
ser más lastimero y descorazonador el panorama nacional. Tal pareciera que a
este gobierno, como a los anteriores, le ha quedado grande el país con sus
problemas milenarios. Sin lugar a dudas,
los descalificativos lapidarios y disonantes que se han empleado para referirse
a los indígenas, tachándolos de “ignorantes” y “simpatizantes” de grupos
insurgentes, no tienen presentación y dejan al descubierto la falta de
concientización social y la aguda miopía de la que adolecen muchos colombianos,
quienes además son incapaces de la indeleble impronta de los chibchas en su
fisionomía. El que los indígenas quieran que un Estado reticente y negligente que
sistemáticamente los ha inferiorizado y tratado con displicencia se retire de
sus territorios ancestrales, no quiere decir que los mismos sean colaboradores
de las FARC, cuyo retiro incondicional igualmente ha sido solicitado. Sin
embargo, es evidente que por debajo de todo esto subyace una actitud, a todas
luces, racista que sigue justificando la discriminación, diferenciación y exclusión
de colectivos y territorios enteros, tenidos por lastres e impedimentos al “progreso.”
Malcolm X,
un controvertido líder afroamericano durante los años 70, tenía razón cuando
dijo que nos cuidáramos de los medios de comunicación porque terminaríamos
menospreciando al oprimido y glorificando al opresor. Al parecer, el contenido de dicha cita ha
sido profético y constatado por el alud comentarios xenofóbicos e intolerantes
dejados por lectores de Semana, El Tiempo
y El Espectador, que no sólo evidencian el escandaloso nivel de
intolerancia que acusa la sociedad colombiana sino un pronunciado desconocimiento
de una cruda e inhóspita realidad que se ha convertido en el pan de cada día para
los indígenas del Cauca.
A mi
juicio, es sumamente reduccionista e inflamatorio tildarlos de auxiliadores de
la guerrilla, pues tal afirmación desconoce la validez de sus protestas y el
desespero y hastío que los han venido acometiendo de forma inclemente desde
tiempos inmemoriales. Además, al referirnos a ellos así para deslegitimar su
descontento vuelto protesta es el colmo de las infamias si tenemos en cuenta
que ellos siguen poniendo los muertos en este conflicto sin norte y denuncian a
diario el reclutamiento de sus hijos y los atropellos de los que son objetos
por parte de las FARC.
Los argumentos
que se han esgrimido para explicar el accionar de los pueblos originarios del
Sur colombiano van desde la complicidad con la guerrilla hasta la deuda histórica
del Estado con los indígenas y están avivando debates de fondo sobre los
límites de la autonomía indígena y la efectividad de las políticas del gobierno
para manejar la cada vez más compleja y dramática situación del Cauca.
Sin
embargo, es interesante que no se haya traído a colación de manera satisfactoria
la conceptualización del conflicto armado que tienen muchos individuos que
viven en medio del fuego cruzado de la fuerza pública y la guerrilla. En Más allá de la noche, Germán Castro
Caycedo despolitiza el drama del conflicto armado y lo presenta desde los
puntos de vista metonímicos de dos personajes para dejar sentada la idea algo
subversiva de que las FARC y el Ejércitos muchas veces son vistos como dos
caras de la misma moneda. A lo largo de libro, Castro Caycedo describe con lujo
de detalles las dinámicas internas de las estructuras organizativas de los
actores armados, donde curiosamente se pueden comprobar simetrías casi
perfectas. Los rasgos definitorios que caracterizan a los dos grupos van haciéndose
cada vez más difusos a medida que avanza la narrativa, tanto que las voces
individuales de los protagonistas, Alejandro y Eloísa, se confunden y toman
ribetes unívocos. Tanto los insurgentes como las fuerzas regulares del Estado
tratan a sus combatientes con indolencia como si fueran carne de cañón y las
filas de ambos son engrosadas por jóvenes que son prófugos del hambre, del
agobio y futuros inciertos. Lamentablemente, la carencia de oportunidades en
sus lugares de procedencia los impele a buscar horizontes más esperanzados en
las trincheras del conflicto armado que azota de manera inmisericorde al país.
Es de resaltar que Castro Caycedo identifica a la pauperización infrahumana en
que viven sumidos los habitantes de las zonas rurales de Colombia como el
principal detonante del espiral de violencia que desangra al país, y muestra
que, al igual que otras guerras, sus actores no están plenamente conscientes de
los alcances y fundamentos de la misma por su juventud, sus privaciones materiales
y su escolaridad deficiente.
En aras de
no explayarme demasiado sobre la novela,
Castro Caycedo utiliza las perspectivas de dos personajes que pertenecen a
grupos confrontados para no sólo arrojar luz sobre las similitudes que
comparten sino también visibilizar la manera en que los dos bandos han contribuido
al deterioro socio-político de Colombia. Según él, la guerrilla y el Ejército
son harina del mismo costal por los incesantes hostigamientos que perpetran
contra la población civil y su proclividad por tildar de “simpatizantes” a los
que se acogen a la neutralidad.
Llegado a
este término, estimo conveniente que el Estado colombiano se ponga a la altura
de su llamado y se aboque a la tarea nada fácil, implementando las medidas que
sean necesarias, de reparar el daño y ganarse la confianza de una población que
hoy se está tomando los cerros para desalojar a los militares. La legitimidad
de un Estado se desmorona cuando su presencia en una zona determinada es nula y
estrictamente de índole militar. Los indígenas del Cauca están en todo su
derecho por sentirse hastiados y querer que se vayan los contendientes a otra
parte con una guerra que consideran ajena y lesiva a sus intereses. Sin
embargo, concuerdo con el Estado en que no puede haber territorios vedados para
la fuerza pública, especialmente en departamentos de gran complejidad
socio-política como el Cauca en donde se choca una multiplicidad de intereses y
proyectos. Que el Estado deje el altiplano cundiboyacense y penetre las zonas
apartadas y recónditas de Colombia, donde las FARC se han atrincherado en sus
áreas históricas, implica retos no solo militares.
Sería, a
todas luces, una insensatez pensar en el fin del conflicto armado sin la colaboración
de grupos rurales que son precisamente los que más padecen sus estragos. Lo que
le corresponde al Estado hacer es construir un diálogo de respeto recíproco y
adelantarlo de una forma horizontal de manera que las comunidades indígenas
entiendan que el Estado colombiano no está desinteresado en las penalidades que
le asisten a las comunidades más desvalidas. Pero eso lamentablemente no ha
sucedido y me temo que con cada día que pasa Santos, por temor de aparecer pusilánime
e indeciso a la hora de tomar decisiones de gran calado, está dejando que la
retórica incendiaria y polarizadora de Uribe repercuta en su actuación y
demerite su aura de conciliador.
ay amigo nada que decir . Solo tu conoces la situacion en Colombia . Que grande patria , victima de un sistema perverso .
ResponderEliminarTe amo Colombia <3