Hace muchos años, cuando una mujer anunciaba a la familia sobre un nuevo pretendiente que le estaba pidiendo "la arrimada", el equivalente a "echar los perros" de hoy en día, de contado y sobre seguro tenía que responder a dos preguntas recurrentes que hacían abuelas, tías y mamá, casi en coro: "¿Y cómo se llama?", era la primera y, a decir verdad, irrelevante. Daba igual si se llamaba Gabriel o Justiniano. Lo realmente complicado venía después, con la segunda: "¿Y de los Escobares de dónde?".
¡Qué problema! No bastaba decir "del barrio Fátima". Había que coger papel y lápiz y empezar una genealogía de lo más complicada para demostrar que los hermanos, los papás, los abuelos y de ahí para arriba hasta los tatarapiratas, tenían hoja de vida y no prontuario.
Esta práctica todavía es más frecuente de lo que pensamos, pese a que el incremento poblacional y las nuevas formas de relacionarnos han desestimulado la costumbre de hurgar en los apellidos de un aspirante a colarse en la que se cree la "mejor" familia.
La discriminación sigue haciendo de las suyas a través de muchas formas: Puertas que se cierran en la nariz de un negro, servicios que no se prestan a un indígena, niños que no son recibidos en un colegio porque profesan otra religión o una cachetada envuelta en un "pobretón ordinario" que se le abrocha a alguien porque tiene gustos gastronómicos diferentes. Y claro, el trabajo que se le niega a alguien en razón de la nomenclatura de su casa. Tampoco falta el que sugiere "fumigar" un barrio entero, como si de cucarachas se tratara. A veces la segregación toma visos de genocidio.
Se discrimina por discapacidad física o mental; por apariencia, como si lo feo y lo bonito tuvieran estándares de medida; por etnia, por filiación política, por nivel intelectual, por edad y hasta por ordenamiento catastral. ¿Acaso hay algún sector exento de "indeseables"? Incluso los estratos altos, por no decir sobre todo, están llenos de emergentes de dudosa procedencia. El dinero no garantiza calidad humana.
Tomamos aire para largos discursos sobre igualdad, justicia y derechos humanos, mientras pensamos cómo y por qué despreciar al amigo, al vecino o al compañero de trabajo que es distinto a nuestros propios estereotipos, definidos por gusto o conveniencia.
Cualquier forma de discriminación, haya sido comentada aquí o pasada por alto, es, en último término, un acto de injusticia y de violencia que causa daños en otros seres humanos, y que a partir de diciembre de 2011 puede ser castigada con penas entre uno y tres años de cárcel, en virtud de la Ley 1482 de noviembre 30 de 2011. Que se cumpla yo no sé, pero existe.
Así que la próxima vez que se vaya a dirigir a alguien en términos de indio patirrajado, negro hijuetantas o pobretón ordinario, respire profundo, cuente hasta cien mil y recuerde que por mandato constitucional, ante la ley todos somos iguales, se supone.
(Cortesía Elbacé Restrepo, Elcolombiano.com.co)
¡Qué problema! No bastaba decir "del barrio Fátima". Había que coger papel y lápiz y empezar una genealogía de lo más complicada para demostrar que los hermanos, los papás, los abuelos y de ahí para arriba hasta los tatarapiratas, tenían hoja de vida y no prontuario.
Esta práctica todavía es más frecuente de lo que pensamos, pese a que el incremento poblacional y las nuevas formas de relacionarnos han desestimulado la costumbre de hurgar en los apellidos de un aspirante a colarse en la que se cree la "mejor" familia.
La discriminación sigue haciendo de las suyas a través de muchas formas: Puertas que se cierran en la nariz de un negro, servicios que no se prestan a un indígena, niños que no son recibidos en un colegio porque profesan otra religión o una cachetada envuelta en un "pobretón ordinario" que se le abrocha a alguien porque tiene gustos gastronómicos diferentes. Y claro, el trabajo que se le niega a alguien en razón de la nomenclatura de su casa. Tampoco falta el que sugiere "fumigar" un barrio entero, como si de cucarachas se tratara. A veces la segregación toma visos de genocidio.
Se discrimina por discapacidad física o mental; por apariencia, como si lo feo y lo bonito tuvieran estándares de medida; por etnia, por filiación política, por nivel intelectual, por edad y hasta por ordenamiento catastral. ¿Acaso hay algún sector exento de "indeseables"? Incluso los estratos altos, por no decir sobre todo, están llenos de emergentes de dudosa procedencia. El dinero no garantiza calidad humana.
Tomamos aire para largos discursos sobre igualdad, justicia y derechos humanos, mientras pensamos cómo y por qué despreciar al amigo, al vecino o al compañero de trabajo que es distinto a nuestros propios estereotipos, definidos por gusto o conveniencia.
Cualquier forma de discriminación, haya sido comentada aquí o pasada por alto, es, en último término, un acto de injusticia y de violencia que causa daños en otros seres humanos, y que a partir de diciembre de 2011 puede ser castigada con penas entre uno y tres años de cárcel, en virtud de la Ley 1482 de noviembre 30 de 2011. Que se cumpla yo no sé, pero existe.
Así que la próxima vez que se vaya a dirigir a alguien en términos de indio patirrajado, negro hijuetantas o pobretón ordinario, respire profundo, cuente hasta cien mil y recuerde que por mandato constitucional, ante la ley todos somos iguales, se supone.
(Cortesía Elbacé Restrepo, Elcolombiano.com.co)
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