No pretendo enzarzarme en un debate acerca de si Jorge Isaacs fue un apologista de la esclavitud de la vida patriarcal aristocrática del Valle del Cauca. Admito que la novela está repleta de pasajes dolorosamente chocantes para la sensibilidad de los afrodescendientes de hoy; me refiero, por supuesto, a las imágenes de los afros como seres dóciles y inusitadamente contentos en su condición de esclavizados.
Sin embargo, cabe sacar a colación pasajes enteros donde Isaacs se arremete con lanza al ristre contra la ignominiosa institución de la esclavitud y pone al descubierto su brutalidad, y pasajes en los cuales realza la belleza, bondad y agudeza intelectual de los esclavizados, cosa nada común y casi imposible de realizar por alguien que defiende a capa y espada un sistema vejatorio en que los seres humanos eran reducidos a su capacidad de arrojar réditos sustanciosos, así sean privados del bien más preciado: la libertad. El mérito que María sigue subyaciendo en el hecho de que es la única de las novelas representativas del siglo XIX colombiano que tiene la voluntad explícita de recrear la vida de una sociedad embadurnada por la mácula de la esclavitud.
Sin más preámbulos, presento a continuación "Lo que fue, es y puede llegar a ser la Raza Africana en el Cauca," lectura obligada para todos los que estamos interesados en temas afrocolombianos. En este artículo, publicado un año antes de que se publicara María en 1867, Isaacs muestra lo indispensable que han sido los afrodescendientes para el desarrollo socio-económico de Colombia sin escamotear la oportunidad para fustigar a los que ultrajan a los afros, olvidándose de que los que acompañaron a los primeros expedicionarios eran mayoritariamente de baja extracción, "la hez del pueblo español" mientras que en las venas de los negros esclavizados circulaba sangre azul de los "Ashanti," "Yoruba" y "Wolof." He subrayado las partes que más me parecieron interesantes.
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"Lo que fue, es y puede llegar a ser la Raza Africana en el Cauca" (Jorge Isaacs, 1866)
Hace dieciocho años que el país, bañado por el Cauca, desde Popayán hasta las fronteras de la antigua provincia de Antioquia, era venturoso y pacífico. El heroísmo con que lucharon los caucanos en la guerra de la independencia, no solamente sobre sus pampas y montañas, sino yendo en busca de la victoria a Pasto, Pichincha, Ayacucho y Tarqui; sus esfuerzos más tarde en las ominosas jornadas de Palacé, Papayal, García y la Cahca, no había bastado a hacerlos amar la guerra: terminada cada campaña, volvían contentos en busca de sus hogares, donde en cambio de poco trabajo les daba alimentos en abundancia el suelo fecundo de la patria.
Acariciados por aquella naturaleza amorosa, lujo de América y asombro del viajero; esparcidos en escasas poblaciones en un valle casi virgen, que parece esperar hora por hora ricas ciudades para engalanarse, millones de hombres para alimentarlos, eran los caucanos extraños a los odios políticos, engendro de las ambiciones y de las guerras civiles. Mas allí, donde todo habla de Dios, ocultábase, avergonzada ante la libertad, la más anticristiana de las injusticias, la más insolente ironía contra la república: en ese país había esclavos.
Dividida en grandes lotes la propiedad territorial entre los descendientes de los conquistadores españoles, y por mejor decir, entre los blancos acaudalados, los numerosos esclavos de éstos eran un elemento productor, ya empleado en la agricultura, ya en las minerías; elemento indispensable, como se ha confirmado hasta la saciedad después, puesto que en aquellos años, como hoy, los hombres de raza africana no son comparables como jornaleros con los mestizos e indígenas, y que sus condiciones físicas los hacen adecuados para los más fatigantes trabajos y para soportar los climas ardientes de las costas del Pacífico y de la hoya del Cauca, en donde disfrutaban de cumplida salud.
La existencia de la raza africana en el Cauca era y seguirá siendo una necesidad imperiosa para la prosperidad material de aquel país. La esclavitud fue una iniquidad que mal remediada tenía que producir los lamentables males que produjo.
La edad feliz, la infancia del Cauca ha pasado. Pero ¿no deben volver días de ventura para él? ¿Debe continuar siendo el mal padre de sus hijos y con el ruido de sus combates y la historia de sus crímenes, el escándalo de la nación que se enorgullece de poseer su territorio? ¿Al brillar de nuevo las espadas de los caudillos de sus bandos políticos correrá otra vez ese pueblo a los campos de matanza? ¿Subirá de nuevo a las montañas para amenazar desde allí pueblos hermanos y derramarse sobre sus comarcas como las hordas de Alarico?
Sí, necesitan responder los hijos mimados de la discordia: sí, aquellos para quienes “la propiedad es un robo”: sí, los merodeadores de las revoluciones, que necesitan recibir trabuco en la mano a la justicia, si se atreve a tomarles cuenta de sus improvisadas riquezas: sí, los descamisados que han consumido ya en orgías sus economías de la última guerra: sí, los que avergonzándose de haber sido amos crueles, o de que sus mayores los hayan sido, odian por sus excesos a la raza negra, cuya sangre tal vez mamaron, excesos a que la arrastró siempre un puñado de demagogos blancos; y la odian sin reflexionar que trescientos años de esclavitud e ignorancia forzosa hubieran hecho mil veces más cruel e implacable con sus señores a la raza caúcasa; la desprecias, como sin sólo el llevar tez blanca bastase para justificar una noble altivez. Sin embargo, todas esas respuestas pueden aún ser ahogadas por la que darán los hombres verdaderamente republicanos: ellos responderán: ¡no!
El ilustre y virtuoso dominicano fray Bartolomé Las Casas, de Sevilla, desde el año 1502 en que hizo un viaje a la Isla Española, en vista de las inauditas crueldades de que los indígenas eran víctimas, se propuso aliviar su suerte librándolos cuanto antes de la esclavitud. El más invencible obstáculo con que tropezó entonces, al empeñarse en llevar a buen fin tan humanitario propósito, fue el de que los establecimientos de las nuevas colonias decaerían irremediablemente si llegaba a ser en ellos voluntario el trabajo de los naturales. Feliz pocas veces, desgraciado las más, el éxito de los esfuerzos heroicos que hizo durante muchos años por ver realizada tan filantrópica idea, como último medio ya hizo notar las conveniencias que reportaría a la corona de España, y más inmediatamente a los colonizadores, la importación de negros a los países conquistados; y fue atendido.
El más respetable de los historiadores modernos, hablando de este recurso indicado por Las Casas para aliviar a los americanos, le disculpa. Fueron tratados los indígenas desde entonces, si no como la Religión que se les predicaba lo exigía, al menos sí como no habían podido esperarlo nunca de sus implacables conquistadores.
La Iglesia, que tan vigorosamente había combatido a la esclavitud de los aborígenes de América, se opuso con la misma tenacidad a la trata de negros. Pío II, Pablo III, Gregorio XVI, Urbano VIII, Benedicto XIV y Pío VII la prohibieron absolutamente.
Pero no fue sólo la Iglesia la que se opuso a aquella iniquidad. “Los cuáqueros fueron los primeros que proclamaron en Inglaterra la libertad de los negros en nombre de la Religión”. La voz de Guillermo Roscoe se hizo oír en 1781, abogando pro la misma causa. El humanitario Wilberforce hizo de la abolición del comercio de negros el único objetivo de su vida. La Fayette, Brisot, Mirabeau, Gregoire y Condorcet, como miembros de la Sociedad de Amigos de los Negros, establecida en Francia, pertenecieron al apostolado redentor. Pitt, siendo ya ministro, después de haber aplazado algunas veces en el parlamento la discusión sobre la abolición de aquel comercio injustificable, en vista de los sucesos que tuvieron lugar en las colonias francesas, y renunciando en tiempo a las grandes utilidades que a Inglaterra producía entonces la trata, abogó enérgicamente en 1793 por su extirpación. La Dinamarca prohibió el comercio de negros en todas sus colonias, por decreto de 16 de mayo de 1792. La Inglaterra en 1831, a despecho de sus colonos, concedió la libertad a todos los esclavos existentes en sus dominios, y ya había impuesto en 1817 pena de muerte a aquellos de sus súbditos que se ocupasen en el tráfico de negros; Cantú concede a esta nación y a la Unión Americana la gloria de haber sido las primeras y más constantes en trabajar por la abolición de la trata. Si la última guerra que tuvo lugar en Norteamérica, y la situación actual de los negros recientemente libertos allí, exige una rectificación de la historia, nosotros no nos atreveremos a indicarla, tanto porque nos creemos incompetentes para ello, como porque tal materia sería extraña a estas páginas.
Y bien, a pesar de tan ilustres y poderosos enemigos, aquel infame comercio continuó haciéndose por mucho tiempo en grande escala. Los intereses de las monarquías y los de los particulares estaban en oposición con los de la humanidad, y ésta, ahora como en el siglo XV, continúa siendo mártir de la más atroz avaricia. La vigilancia que por medio de sus cruceros ejerce hoy la Inglaterra para impedir la trata (vigilancia que poco importa sea desinteresada o no, puesto que produce saludables efectos), es insuficiente para hacer del todo suspender aquel tráfico, pues que algunos buques negreros logran burlarla y acercarse a las costas africanas en busca de la apetecida mercancía. Según Buxton, el África pierde cada año con la trata 475.000 personas. Los esclavos arrebatados a los buques negreros desde 1828 a 1837, llegaron a 56.000, ó sea 5.600 por año. Y si esto sucede en nuestros días, ¡cuánto más difícil debió ser impedir tal comercio en otros tiempos!
He aquí a la historia confirmándolo:
“Uno de los mayores incentivos que había para investigar las costas
de África era que allí podían tomarse esclavos que se vendían a gran
precio en nuestros mercados. Los filósofos los suponían de raza inferior
a las nuestras; los teólogos leían en la Biblia que la descendencia de
Caín fue destinada a la servidumbre; los estadistas que estos esclavos
eran personas destinadas al suplicio y que sus jefes preferían venderlos,
y Fernando el Católico, aunque rodeado de personas pías y doctas,
mandaba a robar moros de paz para comerciar con ellos”
de África era que allí podían tomarse esclavos que se vendían a gran
precio en nuestros mercados. Los filósofos los suponían de raza inferior
a las nuestras; los teólogos leían en la Biblia que la descendencia de
Caín fue destinada a la servidumbre; los estadistas que estos esclavos
eran personas destinadas al suplicio y que sus jefes preferían venderlos,
y Fernando el Católico, aunque rodeado de personas pías y doctas,
mandaba a robar moros de paz para comerciar con ellos”
“Voltaire tomó una acción de 5.000 francos sobre un barco negrero.
Armado en Nantes por Michud, y escribía a este: ‘Me congratulo con
vos del feliz éxito de la nave El Congo, que ha llegado oportunamente a la
costa de África para librar de la muerte a tantos infelices negros. Sé que
los negros embarcados en vuestros bajeles son tratados con tanta dulzura
como humanidad, y así me gozo en haber hecho un buen negocio, al
mismo tiempo que una buena acción’.”
No podemos prescindir de copiar el párrafo siguiente, que encontramos a mano y que parece escrito para hacer un lúcido juego con el anterior; se viene hablando de los negros esclavos:
“Los misioneros no cesaron de predicar en su defensa, no podían
otra cosa, en mitigar sus padecimientos. No debéis olvidar entre los
amigos de los negros al Jesuita Claver, que al profesar se había firmado
Pedro, esclavo de los negros (…) encontrando en Cartagena, emporio
entonces del tráfico de negros, demasiadas ocasiones de ejercitar su
caridad, obligado por este voto particular. Así que llegaba un bajel,
acudía con galletas, aguardiente y otros alimentos confortantes,
destruyendo entre los negros la creencia de que estaban destinados
(…) a teñir con sangre las velas (…) por el contrario que la esclavitud
podría ser para (…) la libertad celestial. Bautizaba (…), socorría, limpiaba,
medicinaba y daba de comer a los enfermos, y llevando consigo otros
negros, esclavos antiguos, los empleaba como intérpretes para insinuarse
con aquellos desgraciados abrumados por la injusticia y la desesperación.
No los abandonaba en sus miserables camastros, sino que en
medio de aquella atmósfera infestada erigía el altar, y dirigía palabras de
amor y de perdón a gentes acostumbradas a no oír más que amenazas”
otra cosa, en mitigar sus padecimientos. No debéis olvidar entre los
amigos de los negros al Jesuita Claver, que al profesar se había firmado
Pedro, esclavo de los negros (…) encontrando en Cartagena, emporio
entonces del tráfico de negros, demasiadas ocasiones de ejercitar su
caridad, obligado por este voto particular. Así que llegaba un bajel,
acudía con galletas, aguardiente y otros alimentos confortantes,
destruyendo entre los negros la creencia de que estaban destinados
(…) a teñir con sangre las velas (…) por el contrario que la esclavitud
podría ser para (…) la libertad celestial. Bautizaba (…), socorría, limpiaba,
medicinaba y daba de comer a los enfermos, y llevando consigo otros
negros, esclavos antiguos, los empleaba como intérpretes para insinuarse
con aquellos desgraciados abrumados por la injusticia y la desesperación.
No los abandonaba en sus miserables camastros, sino que en
medio de aquella atmósfera infestada erigía el altar, y dirigía palabras de
amor y de perdón a gentes acostumbradas a no oír más que amenazas”
El comercio de negros, que antes habían hecho los peninsulares en pequeña escala, protegido por la aparente autorización de Las Casas, ya obispo en Chiapas, tomó inmensas proporciones y llegó a ser la importación de esclavos a las colonias españolas la más lucrativa de las especulaciones; y así tenía que ser, pues que los negociantes en una mercancía, que tan poco costaba, contaban para realizarla con mercados abundantes en oro, y con la falta de brazos de que adolecían los establecimientos agrícolas y mineros.
Los jefes de las tribus de las costas de África vendían a los europeos, en cambio de fierro, armas, pólvora, sal, aguardiente y baratijas, los prisioneros que hacían en la guerra; a falta de éstos a sus súbditos, y muchas veces a sus mujeres y sus hijos.
Mas si se dificultaba conseguir el todo o parte de la carga necesaria para el buque, la tripulación se internaba en el país en busca de ella, y abusando de la hospitalidad unas veces, empleando la astucia y la crueldad otras, regresaba siempre con el número de esclavos que necesitaba.
Concluida la compra o caza, eran conducidos los esclavos a la nave que debía alejarlos para siempre de la tierra nativa. Amontonados en bodegas estrechas e inmundas, cargados de prisiones, los que no tenían la fortuna de sucumbir en la larga travesía al rigor de sus conductores, víctimas de las enfermedades, de dolor al verse separados de la patria y de las personas amadas; los que no se daban la muerte, o que durante alguna tormenta no eran arrojados al mar como lastre excesivo, llegaban desnudos, casi éticos a las costas de América. Y cada uno de esos infelices, tras una vida más o menos larga de trabajos y suplicios, descansaba en una tumba sobre la cual no había siquiera una cruz de leño que pidiese al caminante extraviado o al misionero perdido en los desiertos, una oración por el alma ya libre del mártir y del esclavo.
III
No tan solo para el mejoramiento de las plantaciones y de los trabajos de minería fueron útiles en las colonias los esclavos de África: sirvieron de poderoso auxiliar en las nuevas conquistas, y en aquellas expediciones, peligrosas siempre, desgraciadas muchas veces, que acometían los españoles aguijoneados por amor de gloria los menos, por ser de oro los más. Los negros, aparentes por constitución, para desafiar las plagas y climas mortíferos de las costas, montaraces por hábito y sufridos por necesidad, desempeñaron un papel más importante del que les conceden comúnmente los cronistas e historiadores.
Concretándonos a la colonización de la Nueva Granada, sabemos que el licenciado Juan de Vadillo salió de Cartagena hacia el golfo de Urabá conduciendo “350 hombres, 512 caballos, muchos negros e indios con los pertrechos suficientes, etc.” Y que habiendo partido de San Sebastián de Buenavista en 1537, después de más de una año de inauditos padecimientos, durante el cual perdió 92 soldados y 119 caballos (nada se dice de indios ni de negros), llegó a Cali, entrando por la costa de Buenaventura.
Habiendo dispuesto el adelantado don Alonso Luis de Lugo, en su expedición de Santa Marta hacia el interior en 1542, que se fundase una población en la ribera del Magdalena, en el país de los malebuyes, hízolo Francisco Hernríquez dándole a ésta el nombre de Barbudo. Los indígenas se resistieron al sometimiento, pero al fin se les venció “sn otra pérdida que la de un buque que atacaron los indios y en el cual perecieron Lope Henríquez, hermano del fundador, Francisco Nieto su cuñado y veinte negros”.
En la madrugada del 27 de julio de 1544 ocupó a Cartagena el corsario Roberto Baal; fue atacada la casa del gobernador don Pedro Heredia y “defendida por éste, su hijo y algunos negros”.
En la misma expedición de Lugo, un negro cuyo nombre no trae la historia, prestó valerosamente grandes servicios a Juan de Castellanos, teniente del adelantado, en el cual capitaneaba una partida destacada del grueso del ejército con el objeto de practicar exploraciones y buscar auxilios para los desanimados y hambrientos expedicionarios.+
Más adelante leemos:
“Ya desesperado Lugo, quería volverse a Santa Marta; pero como
último esfuerzo aceptó la oferta de Antonio Berrío, caballero de Granada,
y de un negro llamado Gaspar, de que se adelantarían a examinar la tierra
y averiguarían a qué distancia estaba la ciudad de Vélez”
último esfuerzo aceptó la oferta de Antonio Berrío, caballero de Granada,
y de un negro llamado Gaspar, de que se adelantarían a examinar la tierra
y averiguarían a qué distancia estaba la ciudad de Vélez”
Muchos pasajes históricos podríamos citar en comprobación de que los servicios de los negros durante la conquista de Sur América decidieron varias veces del buen éxito de las expediciones; pero con lo que anteceden queda demostrado no solamente que sirvieron como esclavos, sino que también con un heroísmo casi en nada inferior al de sus señores.
En justicia pues, aquellos africanos y sus descendientes tuvieron casi el mismo derecho que nuestros mayores para creerse dueños de las tierras que conquistaban.
Si se medita qué clase de gentes blancas acompañaron a los primeros expedicionarios, si se sabe que aquella chusma era compuesta en su mayor parte de bandoleros, vagabundos y presidiarios de la hez del pueblo español, no se comprende por qué los descendientes de estos últimos tengan derecho a mirar con implacable desprecio a aquellos que descienden de bárbaros si se quiere, pero que en cambio pudieron ser reyes; y no adolecieron de muchos vicios vergonzosos que inocula la civilización europea en los países nuevos, en cambio de los refinamientos e ilustración que les procura.
IV
Hasta el año de 1821 fue Cartagena en la Nueva Granada, el mercado mejor abastecido de esclavos. Quizá el haber sido centro de aquel inhumanitario comercio, es la causa de que pesó algo como una maldición sobre aquella ciudad. Ahí compraban los traficantes y los amos los esclavos que debían internarse por el Magdalena, los que se importaban a los Chocoes, al Valle del Cauca y a la Provincia de Popayán.
Las cuadrillas de negros debieron servir al principio en estos últimos países, no solamente para los trabajos de minería, navegación y agricultura, a que se les destinaba, sino también para imponer respeto a los restos de las tribus indígenas que, como es sabido, fueron siempre en aquella sección de la república feroces y denodadas.
En casi todas las provincias de lo que es hoy Estado del Cauca, la raza negra aglomeró grandes riquezas en manos de algunos pocos dueños de minas: hizo y hace posible la navegación del Dagua y otros ríos de la costa del Pacífico; bordó de innumerables haciendas productivas y pintorescas del Valle del Cauca; y como si poco hubiese hecho aún, luchó contra la España en la guerra de la independencia, dejando regueros de sangre en todos los ámbitos de Colombia.
El señor Jose M. Restrepo, dice historiando el año de 1819:
“Una de las grandes medidas que Bolívar había dictado poco antes,
fue que se tomaran tres mil esclavos jóvenes y robustos de las provincias
de Antioquia y del Chocó, así como dos mil de Popayán para aumentar el
ejército. El vicepresidente Santander hizo observaciones sobre esta
providencia por la multitud de brazos útiles que se arrancaban de la
agricultura y de las minas. Sin embargo, el Libertador presidente la mandó
cumplir, manifestando ser altamente justa para restablecer la igualdad
civil y política, porque mantendría el equilibrio, entre las diferentes razas
de la población. La blanca era la que había soportado el peso de la
guerra en Cundinamarca; si continuaba el mismo sistema, la africana
sería pronto más numerosa. Por otra parte, cuatro o cinco mil esclavos
fue que se tomaran tres mil esclavos jóvenes y robustos de las provincias
de Antioquia y del Chocó, así como dos mil de Popayán para aumentar el
ejército. El vicepresidente Santander hizo observaciones sobre esta
providencia por la multitud de brazos útiles que se arrancaban de la
agricultura y de las minas. Sin embargo, el Libertador presidente la mandó
cumplir, manifestando ser altamente justa para restablecer la igualdad
civil y política, porque mantendría el equilibrio, entre las diferentes razas
de la población. La blanca era la que había soportado el peso de la
guerra en Cundinamarca; si continuaba el mismo sistema, la africana
sería pronto más numerosa. Por otra parte, cuatro o cinco mil esclavos
jóvenes y robustos agregados al ejército prestarían auxilio poderoso y
oportuno para continuar con ventajas la guerra de la independencia. Por
iguales motivos se previno después que en Popayán, sobre todo, se
admitieran al servicio de las armas y se concediera la libertad a cuantos
esclavos se alistaran voluntariamente: disposición que en breve se
generalizó”
oportuno para continuar con ventajas la guerra de la independencia. Por
iguales motivos se previno después que en Popayán, sobre todo, se
admitieran al servicio de las armas y se concediera la libertad a cuantos
esclavos se alistaran voluntariamente: disposición que en breve se
generalizó”
“En cumplimiento de tales órdenes se sacaron de Antioquia novecientos
esclavos que sólo había útiles para las armas. Del Chocó y
Popayán se extrajeron cosa de dos mil, pues hubo quiénes patrocinaran
a los propietarios”
esclavos que sólo había útiles para las armas. Del Chocó y
Popayán se extrajeron cosa de dos mil, pues hubo quiénes patrocinaran
a los propietarios”
La nota de la misma página dice:
“Los dueños de estos esclavos fueron después indemnizados en parte,
reconociéndose su valor como deuda doméstica de Colombia”.
reconociéndose su valor como deuda doméstica de Colombia”.
En 1821 el Congreso de Cúcuta declaró libres a todos los hijos de esclavas que nacieran en adelante, y lo eran ya los esclavos que habían servido en los ejércitos de la república. De estos ¿cómo recibirían tal recompensa por su valor y afecto a las causa de la república, aquellos cuyas madres e hijos existentes debían continuar viviendo en la servidumbre? Y los manumitidos por la ley colombiana, ¿en cuánto estimarían esa libertad regateada que no alcanzaba para sus madres?
Las líneas que vamos a copiar de la historia del señor Restrepo, dicen de la ley de manumisión cuanto es necesario saber respecto a la manera como fue hecha y los motivos que hubo para expedirla:
“Siete días después (julio 19) fue acordada la célebre y para siempre
memorable ley que declara libres a los partos de las esclavas. La promovió
con el entusiasmo de la virtud y de la filantropía el doctor Felix Restrepo,
defensor elocuente de los esclavos, el mismo que había conseguido la
adopción de esta ley en 1814, en la Legislatura particular de Antioquia.
Por la del Congreso Colombiano se estableció que los hijos de las esclavas
nacerían libres desde el día de su publicación, y que los dueños de
esclavos deberían educar, vestir y alimentar a los hijos de sus esclavas;
en recompensa tendrían estos la obligación de prestar a los primeros
sus servicios hasta la edad de diez y ocho años. Prohibióse que los hijos
de los esclavos pudieran separarse de sus padres, vendiéndose estos
para afuera de la provincia en que residieran: igualmente se prohibió la
memorable ley que declara libres a los partos de las esclavas. La promovió
con el entusiasmo de la virtud y de la filantropía el doctor Felix Restrepo,
defensor elocuente de los esclavos, el mismo que había conseguido la
adopción de esta ley en 1814, en la Legislatura particular de Antioquia.
Por la del Congreso Colombiano se estableció que los hijos de las esclavas
nacerían libres desde el día de su publicación, y que los dueños de
esclavos deberían educar, vestir y alimentar a los hijos de sus esclavas;
en recompensa tendrían estos la obligación de prestar a los primeros
sus servicios hasta la edad de diez y ocho años. Prohibióse que los hijos
de los esclavos pudieran separarse de sus padres, vendiéndose estos
para afuera de la provincia en que residieran: igualmente se prohibió la
importación y exportación de esclavos en el territorio colombiano. Para
acelerar la extinción de la esclavitud, se decretó una contribución de un
tres por ciento sobre el quinto de los bienes de los que murieran en el
territorio de Colombia, dejando herederos legítimos; y de un tres sobre
el tercio de los que fallecieran nombrando herederos a sus ascendientes
legítimos. Con la misma cuota se gravaba el total de los bienes que se
dejaran a herederos colaterales; mas cuando los bienes pasaran a
extraños, todos ellos debían satisfacer un diez por ciento a favor de la
manumisión de esclavos. Los productos de esta fuerte contribución
debían ser administrados por una junta llamada de manumisión, que se
establecería en cada una de las cabeceras de cantón. Destinábanse dichos
fondos para dar anualmente en los días de las fiestas nacionales la
libertad a los esclavos que pudieran comprarse a sus dueños, a justa
tasación de peritos, escogiéndose para la manumisión los más honrados
e industriosos.”
acelerar la extinción de la esclavitud, se decretó una contribución de un
tres por ciento sobre el quinto de los bienes de los que murieran en el
territorio de Colombia, dejando herederos legítimos; y de un tres sobre
el tercio de los que fallecieran nombrando herederos a sus ascendientes
legítimos. Con la misma cuota se gravaba el total de los bienes que se
dejaran a herederos colaterales; mas cuando los bienes pasaran a
extraños, todos ellos debían satisfacer un diez por ciento a favor de la
manumisión de esclavos. Los productos de esta fuerte contribución
debían ser administrados por una junta llamada de manumisión, que se
establecería en cada una de las cabeceras de cantón. Destinábanse dichos
fondos para dar anualmente en los días de las fiestas nacionales la
libertad a los esclavos que pudieran comprarse a sus dueños, a justa
tasación de peritos, escogiéndose para la manumisión los más honrados
e industriosos.”
“Se deberá a esta ley atrevida la extinción de la esclavitud en el
territorio colombiano: bien inmenso que legaremos a nuestros hijos,
después de haber hecho los grandes sacrificios que nos ha costado.
Fuertes y continuas han sido las censuras hechas al Congreso de Cúcuta
por haberla acordado, sin decretar al mismo tiempo la indemnización que
debiera darse a los amos de los esclavos. Mas para juzgar con exactitud,
es necesario trasladarse a la situación de los pueblos en 1821,
especialmente en Venezuela. Bolívar había declarado allí la libertad de
los esclavos, y repetidas veces solicitó de los congresos que expidieran
un acto solemne y explícito aprobando tan justas disposiciones. En
virtud de ellas el ejército libertador tenía muchos oficales y multitud de
soldados que habían sido esclavos, y combatido después valerosamente
contra el poder español. No era justo por tanto ni político el dejar en la
incertidumbre el estado de numerosos defensores de la patria. El
Congreso no tuvo, pues, otra opción que escoger entre dos males harto
graves: que continuara la esclavitud, o que se indemnizara a los amos de
los esclavos. Este pareció y era en efecto menor”
Podemos equivocarnos, pero creemos que entrañaba una grande injusticia el gravar con aquella clase de contribución toda propiedad para indemnizar a los pocos colombianos que eran dueños de esclavos, el valor de éstos: ricos y pobres estaban obligados a pagarla, muchos de los cuales no debían una sola gota del sudor de un esclavo lo que legaban.
Tal contribución vendía a demasiado alto precio el derecho de tener una tumba en Colombia.
Esto explica por qué el gobierno inglés que, según el señor Restrepo, quiso conocer en 1824 todas las leyes y decretos españoles y de la república que trataban sobre la condición y libertad de los esclavos, no halló nada digno de imitarse en la ley de que tratamos cuando dio libres el primero de agosto de 1834 a todos los de sus colonias de Occidente: él destinó 100.000.000 de pesos para indemnización de los amos, a razón de siete pesos por cada liberto, y llegó a 100.000 el número de esclavos redimidos así. Y no se puede en verdad hacer al gobierno inglés el cargo de que es mal protector de los intereses de sus súbditos.
Si el congreso de Cúcuta hubiera concedido sin restricción alguna libertad a todos los esclavos existentes en Colombia, habría coronado más gloriosamente la obra de la independencia. Es forzoso convenir en que sus miembros envejecidos en servicio de la república, héroes casi todos en la guerra contra la España, no eran con todo sino hijos adolescentes de la libertad.
Cuando las últimas victorias mantenían aún palpitantes de entusiasmo todos los corazones republicanos; cuando los “derechos del hombre” debían ser una realidad, y aquellos que primero quisieron hacerlos conocer a los colombianos habían pasado de criminales y prisioneros a la categoría de padres de la patria; cuando habían caído sobre tantos campos de batalla, confundidos con los de los libres, cadáveres de padres y hermanos de aquellos que por una aberración continuaban llamándose esclavos; cuando las medallas de honor concedidas por Nariño, Miranda, Bolívar, Páez lucían sobre los pechos de los hombres negros que habían dado pruebas indudables de que poseían corazones tan republicanos como los de sus famosos capitanes, entonces, la libertad de los esclavos dada como debió darse era una exigencia imperiosa del honor y gratitud nacionales, un acto de justicia por el pasado y un talismán de paz para el porvenir.
Concedida así la libertad, llevaría la raza negra 45 años de vivir entre nosotros libre del baldón con que dondequiera la ha marcado la servidumbre: la mayor parte de su generación actual no recordaría los años de esclavitud de sus mayores, porque habría nacido de padres libres: la educación hubiera calado durante medio siglo en esa masa que los amos mantenían en la ignorancia para hacerla más sumisa, estúpida y productora: las familias de raza negra serían hoy en su mayor parte propietarias, en lugar de haber seguido aumentando, sin gran fruto para la república, los caudales de sus señores: los revolucionarios y demagogos del Cauca no habrían lanzado a los negros a los combates, ni estarían prontos a lanzarlos siempre, aterrándoles con la torpe amenaza de que los propietarios blancos pretenden reducirlos de nuevo a la servidumbre.
Decididamente los constituyentes de 1821 pensaron menos de lo que debieron pensar en el porvenir de sus hijos.
Acaso los impelió a obrar así la consideración de que dominando todavía en el Ecuador y el Perú las huestes españolas y debiendo salir del Cauca gran parte del ejército destinado a combatirlas, una vez libres todos los negros, no tendrían para prestarse a servir de soldados, el poderoso estímulo de que si sobrevivían a la campaña quedaban libres. Pero si se piensa en la gratitud de que eran capaces y que, como veremos más adelante, los hizo años después de servir en el Cauca como instrumento de ciertos payasos de los descamisados franceses; si se reflexiona en ello, la que hemos apuntado como una disculpa no merece los honores de tal.
La verdadera justificación de los constituyentes, consiste en haber
legislado así, hace medio siglo, para países que acababan de salir de la
condición de colonias españolas.
V
Terminada la lucha contra el poder español, cerrada con la victoria de Tarqui la era gloriosa de la república, empieza la de las guerras civiles, que dieron muy pronto por resultado la desmembración de Colombia.
A nuestros ojos acaban de brotar lágrimas de indignación, mientras hojeábamos algunas de esas páginas admirables de Posada.
¡Qué glorias, qué ambiciones y qué crímenes!
Nos acercamos sobrecogidos a una época horrorosa de nuestra
historia.
Necesitamos llamar en nuestro auxilio todas las fuerzas y esperanzas que la fe en los designios providenciales da, para seguir trazando estas líneas que leerán solamente, si mucho merecen, algunas personas letradas. El temor de que estas páginas puedan quedar para siempre o por muchos años ignoradas de la raza para mejoramiento de la cual se escriben aduado el convencimiento de que el provenir de la más importante sección de la república depende absolutamente de la educación que a esa raza se procure, no basta sin embargo a desanimarnos; porque si tantos podrían desempeñar este trabajo con mejor éxito, y lucimiento que nosotros, si es posible que no veamos fructificar la semilla que regamos, en cambio nos quedará la satisfacción de haber sido en nuestro país los primeros en acometer esta tarea y de haber hecho en bien de la tierra nativa todo lo que estuvo a nuestro alcance.
Contrayéndonos al Cauca, hagamos alto por un momento en la guerra civil de 1831. El 10 de febrero de aquel año se libró en Muguerza la batalla de Palmira, donde la traición de Bustamante dio la victoria a los generales López y Obando, que combatían la dictadura de Urdaneta. Apartando la vista de los patíbulos donde murieron Quintero, Reyes Saldaña y González, oigamos a la historia:
“Aquello se llamó ‘la gloriosa batalla de Palmira’… Es verdad que los vencedores no tuvieron más que un muerto, y que de los milicianos de Cali, además de la mitad de ellos que quedaron muertos a lanzadas, los demás, si no murieron, quedaron inútiles de las heridas que fugitivos e indefensos recibieron. Los soldados de Vargas perecieron casi todos cruelmente sacrificados, de manera que tal batalla fue una carnicería. Esto son hechos sabidos de cuantos en aquel tiempo vivían…”
Sólo un muerto del lado de los vencedores… ¡Terrible coincidencia! El 31 de agosto de 1854 se dio otra batalla en la misma llanura; fue vencida y destrozada la horda que, capitaneada por Manuel Calle, defendía la dictadura de Obando, y sólo hubo un muerto de parte de los vencedores…
La revolución de 1840 tocaba a su fin. Parecía que ríos de sangre y millares de víctimas no eran suficientes a aplacar los manes de Sucre; Dios mismo se había encargado de vengarle.
Detengámonos por unos instantes a contemplar desde las colinas de Cali el campo de Chanca, el 11 de julio de 1841 al ponerse el sol. El coronel Joaquín Barriga, acababa de poner en derrota al ejército rebelde, ayudado por el denuedo y pericia de sus tenientes Ibáñez y Diago.
El ejército de Obando era casi todo formado de esclavos y manumisos, salvo una pequeña columna de timbianos: éstos, aguerridos y valientes, se retiran en imponente orden; muchísimos de aquellos ennegrecen con sus cadáveres las colinas y la llanura: huyen diezmados y vueltos a diezmar incesantemente por la caballería vencedora; y los que se salvan de las lanzas enemigas, buscan asilo en los desiertos, porque no tienen otros hogares que chozas en las haciendas de sus amos, a las que no pueden regresar impunemente, y de donde salieron en busca de la libertad que el caudillo rebelde les prometió al armarles contra los defensores de una causa, a quienes no podían conocer ni odiar.
¡Oh, malhadada esclavitud!
Dejemos al amparo de Dios los fugitivos e internémonos en la ciudad en seguimiento de los convoyes de prisioneros: es inútil preguntar qué calles han tomado, porque los regueros de sangre indican el camino. Los ayes de los heridos, que van guandos o en ancas de los jinetes vencedores, se confunden con los gritos de fiesta, el estruendo de los cañones arrastrados y las aclamaciones de los habitantes de la ciudad y de la guardia nacional de Cali… Todo el pueblo caleño era entonces legitimista: voluntario y entusiasta salió a recibir al enemigo; combatió con denuedo y bizarría… pero fue cruel.
La noche ha entrado y todavía quedan muchos moribundos sin auxilio en el campo de batalla. Los frailes franciscanos y algunas personas piadosas recorren aún las colinas y llanuras de la Chanca. ¡Ay de los vencidos alcanzados a gran distancia de la ciudad, caídos en los pantanos o sobre la pampa, y a quienes el aire de la noche enfría antes que el hielo de la muerte!
El campo está ya silencioso y desierto de vivos. Algunas luces que vagaban entre las sombras se han apagado… ¿Es sólo el viento de los Farallones el que gime?
Un jinete que viene camino del sur, atraviesa a lento paso el campo de batalla: es Penagos que regresa a su hogar en busca de un lecho donde morir: su lanza, arrojada en la carrera sobre Sarria, fue a clavarse en el costado del verdugo de Sucre; pero en el mismo instante un trabucazo iluminó en medio de la oscuridad al fugitivo y al perseguidor, y este se sintió herido de muerte.
¿Y Obando?
Él no vio levantarse al cielo las humaredas de las pilas donde se quemaron los cadáveres de sus soldados negros. Dejemos que el destierro y la saña de su más implacable enemigo le engrandezcan durante ocho años. Dejemos dormir al Cauca el último sueño de su infancia.
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