RENUNCIA DE RESPONSABILIDAD : Las opiniones aquí expresadas pertenecen al autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista del Departamento del Estado de los EEUU, el Programa Fulbright, la Comisión Fulbright de Colombia, el Instituto de Estudios Internacionales (IIE) o la Universidad de los Andes. Léase todo con comprensión. Atentamente, Gabriel-Josué Hurst

viernes, 30 de diciembre de 2011

¡ESTEMOS DE ACUERDO EN NO ESTAR DE ACUERDO!

Última columna

 

por: Carolina Sanín

Yo odio el lugar donde nací. Todo en Bogotá me es detestable, salvo unas cuantas fachadas, el parque Simón Bolívar y el del Virrey, y las nubes en contadas ocasiones.

 

Estoy resentida por vivir en una ciudad que no tiene mar ni río ni lago, ni siquiera fuentes, y en donde aguacerea lluvia sucia todas las malditas tardes. Aborrezco salir a la calle y tener que respirar el aire que huele a tubo de escape de autobús, y también montar en autobús para aguantar sacudones y soportar a los vendedores de porquerías que reclaman porque los pasajeros no les respondemos el saludo. Odio a los taxistas por sobre todas las cosas, y en segundo lugar odio las “chivas rumberas” que transitan en estas noches decembrinas —los mismos camiones de abasto que se incendian y desabarrancan en los caminos rurales y que aquí las empresas usan como bares ambulantes, pintorescos, para emborrachar una vez al año a los empleados que le han sabido lamer el culo al jefe durante doce meses más—. Odio pasear por el centro de la ciudad, que es inmundo, y odio el norte con sus mujeres idénticas unas a las otras, de bluyín enmorcillado y bota encima del bluyín, de pelo con “rayitos”, de la mano de sus niñas vestidas de invariable rosa. Me agobian los polvorientos barrios de los trabajadores tanto como los edificios de la burguesía, la clase a la que pertenezco: sus nombres en inglés (¡hay uno que se llama “Ego Box”!) y la ordinariez de sus apartamentos caros reformados con drywall y sus mesas de centro con libros de fotos de Mompox, y las conversaciones sobre a qué colegio vamos a meter al niño. Tanto como a las señoras bien y a sus maridos putañeros, abomino los pulguientos círculos intelectuales bogotanos con sus lecturas trasnochadas de traducciones ibéricas, a mi generación entera y su perica (que es como tienen que decirle a la cocaína para que no se confunda con la misma sustancia que consagra la mentira y financia las masacres, y así no les entre en la mala conciencia). Me enfurece el uso permanente del diminutivo, el abuso del verbo “colocar” y la obsesión del ciudadano por corregir con “un vaso con agua” mi correcto vaso de agua (en un lugar donde en todo caso no hay río ni lago y ni siquiera fuentes). Y, ya que estamos, me agravia la insistencia de los restaurantes por venderme agua embotellada nacional, que es hedionda (una marca sabe a charco y la otra a babas), cuando lo único bueno de Bogotá es el agua del acueducto (ya estarán pensando en dañarla). Odio todo eso —además de la mediocridad de la literatura nacional, la corrupción de la salud pública, la izquierda condescendiente y la derecha cínica, la demasía de los enclosetados, y a todos los políticos— ardiente y constantemente.


Será que me siento superior, diría alguien, y yo diría que se equivoca: que sólo puedo ocuparme de los defectos que efectivamente me ocupan; que todo lo que odio lo odio por su posibilidad en mí. O diré que soy católica, moralista y loyolista, y que puedo repudiar lo que me parezca repudiable precisamente porque quizás no soy mejor que ello pero aspiro a que la humanidad sí lo sea. Otro dirá que odio con tanta pasión esta sociedad que parecería que la amo arrebatadamente. Probablemente esté en lo cierto. Ya sea amor abrasador u odio calcinante, el efecto de ejercerlo activamente, de poner a su servicio lo que sé hacer y lo que sé aprender —de inventarme este personaje hipersensible, aunque me haga reír, de buscar cada quince días qué objeto objetable destripar— me tiene cansada y aburrida. Necesito escribir de otras cosas, de las que me acompañan y sostienen (sin tanto odio que las invoque, y quizás sin tanto amor, pero con curiosidad anhelante). Por eso (y también porque recientemente aprendí a manejar y ahora tengo un carro que me puede sacar de este purgatorio y llevarme al campo cuando quiero, y que me demanda cada vez más tiempo de paisajes y menos de peroratas), hasta una fecha indefinida que no será próxima, dejo esta columna dominical en El Espectador, al que quiero manifestar mi gratitud. Vale.

"Yo sí quiero a Bogotá" 

 

por: Rodrigo Sandoval Araújo

A mí sí me gusta Bogotá. Me encanta caminar por sus calles, ver a su gente, sofocarme en Transmilenio y que un fugaz cantante de rap se suba al bus a predicar la palabra de Dios o a improvisar unos versos.


Carolina, te voy a refutar y contar por qué esta ciudad es un ensueño. Difiero contigo en que Bogotá huele al tubo de escape de un bus. A mí me huele a pollo asado. Sí, es un olor igual de desagradable, pero en Bogotá, en cualquier lugar y en todos los estratos, hay pollerías. Siempre he creído que la colombianidad se define con dos cosas: comer pollo y odiar a las Farc.



A los vendedores de los buses los puedes ignorar como hacemos muchos cuando estamos cansados o no queremos saber de sus productos. Son unas cinco mil personas que buscan una forma alternativa de vida. A mí me gustaría que no existieran, pero en medio de un trancón a veces un maní salado hace la diferencia entre tener paciencia o “pedirle al culo resistencia”.

A los taxistas todos los odiamos y los amamos un poco. Yo he tenido dos malas experiencias en un taxi y dos buenas historias que he publicado en medios impresos. De las chivas rumberas no hay mucho que decir: la gente que se monta en ellas sabe que hará el oso, los que las vemos pasar nos morimos de la risa. Son un atractivo exótico de esta capital.



El centro de Bogotá es bellísimo, combina con gracia un país que no supo qué hacer después de que unas protestas arrasaron a la capital. Está lleno de iglesias pobres, con un esplendor incipiente y nunca comparable con el de Lima o Quito; tiene unas callejuelas llenas de historias, de fantasmas, de hombres y mujeres enruanados; las oficinas del Gobierno todas apeñuscadas en un espacio limitadísimo para hacer frente a los ataques terroristas y la amenaza insurgente. Lo mejor del centro tal vez son los rincones del Caribe y el Pacífico, que le recuerdan a uno que, aunque esta ciudad está tan lejos del mar, su gente siente la cadencia de las olas y el salitre en su piel.


El centro expandido es aún más increíble, con los antiguos edificios de la calle 19, el reluciente Tequendama que todavía le recuerda a la ciudad que los cincuenta fueron mejores, las casas judías de Armenia y Santa Fe, las casas Túdor y victorianas de La Merced, la máxima expresión del Art Decó en Teusaquillo, los árboles del Park Way, la vista del Archivo Distrital y lo lúgubre del Voto Nacional.



Tú dices que estás resentida “por vivir en una ciudad que no tiene mar ni río ni lago, ni siquiera fuentes”. Pero Bogotá sí tiene agua, mucha agua. Algunos están en mejores condiciones que otros pero, para nombrarte de Oriente a Occidente, atraviesan a la ciudad los ríos Contador, Córdoba, Callejas, Molinos, Arzobispo, Salitre, San Francisco, Fucha y Tunjuelito. De los casi mil humedales que comprendían el lago de Humboldt hoy existen, en espacio público, el Juan Amarillo, el del parque Simón Bolívar, el del Parque de los Novios, el Córdoba, el lago Timiza, el Capellanía, el Burro, el Jaboque, Santa María del Lago, Guaymaral, La Conejera, La Vaca y Techo.


La gente en Bogotá dice que la carrera Séptima es la vía por excelencia de la ciudad. Yo creo que no, por eso te invito, Carolina, a que caminemos por la carrera 13, mi favorita. Esa que nació por la iniciativa del Virrey Antonio Amar y Borbón, una perfecta línea recta entre la iglesia de San Diego y el Puente del Común. Empezamos donde quieras, propongo que sea el humedal Guaymaral. Nos dará ataque de risa la gente emperifollada que entra a los clubes del Norte, veremos los niños dormidos en un trayecto infame antes y después de ir a estudiar, recorreremos la amplitud de la Autopista Norte y, de vez en cuando, reconoceremos una casa al estilo de Le Corbusier o de Rother, veremos edificios gigantes con escaleras eléctricas en su fachada y en el zaguán de entrada una señora con un coche de niños vendiendo cigarrillos y minutos.



Vas a descubrir varios ríos, uno que otro parque, cientos de bustos, una plazoleta de venta de flores, verás al tercer mundo compartir su casa con el primero, a los maricas besarse mientras las piadosas rezan en Lourdes, a los gamines y las putas de la 57, la bella fachada de Marly (y te voy a contar por qué se pronuncia marlí y no marli). Vas a quedar con la cara tiznada del hollín, vas a oler a pollo y sudor.

Cuando lleguemos a la Torre Colpatria, si nos sobra el oxígeno, te trataré de convencer de que Bogotá no es tan mala. Y discutiremos si vivir en esta ciudad nos hace bien porque nos recuerda que siempre se puede estar al borde del barranco y al mismo tiempo a punto de comenzar el ascenso.


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