RENUNCIA DE RESPONSABILIDAD : Las opiniones aquí expresadas pertenecen al autor y no reflejan necesariamente los puntos de vista del Departamento del Estado de los EEUU, el Programa Fulbright, la Comisión Fulbright de Colombia, el Instituto de Estudios Internacionales (IIE) o la Universidad de los Andes. Léase todo con comprensión. Atentamente, Gabriel-Josué Hurst

viernes, 30 de diciembre de 2011

¡ESTEMOS DE ACUERDO EN NO ESTAR DE ACUERDO!

Última columna

 

por: Carolina Sanín

Yo odio el lugar donde nací. Todo en Bogotá me es detestable, salvo unas cuantas fachadas, el parque Simón Bolívar y el del Virrey, y las nubes en contadas ocasiones.

 

Estoy resentida por vivir en una ciudad que no tiene mar ni río ni lago, ni siquiera fuentes, y en donde aguacerea lluvia sucia todas las malditas tardes. Aborrezco salir a la calle y tener que respirar el aire que huele a tubo de escape de autobús, y también montar en autobús para aguantar sacudones y soportar a los vendedores de porquerías que reclaman porque los pasajeros no les respondemos el saludo. Odio a los taxistas por sobre todas las cosas, y en segundo lugar odio las “chivas rumberas” que transitan en estas noches decembrinas —los mismos camiones de abasto que se incendian y desabarrancan en los caminos rurales y que aquí las empresas usan como bares ambulantes, pintorescos, para emborrachar una vez al año a los empleados que le han sabido lamer el culo al jefe durante doce meses más—. Odio pasear por el centro de la ciudad, que es inmundo, y odio el norte con sus mujeres idénticas unas a las otras, de bluyín enmorcillado y bota encima del bluyín, de pelo con “rayitos”, de la mano de sus niñas vestidas de invariable rosa. Me agobian los polvorientos barrios de los trabajadores tanto como los edificios de la burguesía, la clase a la que pertenezco: sus nombres en inglés (¡hay uno que se llama “Ego Box”!) y la ordinariez de sus apartamentos caros reformados con drywall y sus mesas de centro con libros de fotos de Mompox, y las conversaciones sobre a qué colegio vamos a meter al niño. Tanto como a las señoras bien y a sus maridos putañeros, abomino los pulguientos círculos intelectuales bogotanos con sus lecturas trasnochadas de traducciones ibéricas, a mi generación entera y su perica (que es como tienen que decirle a la cocaína para que no se confunda con la misma sustancia que consagra la mentira y financia las masacres, y así no les entre en la mala conciencia). Me enfurece el uso permanente del diminutivo, el abuso del verbo “colocar” y la obsesión del ciudadano por corregir con “un vaso con agua” mi correcto vaso de agua (en un lugar donde en todo caso no hay río ni lago y ni siquiera fuentes). Y, ya que estamos, me agravia la insistencia de los restaurantes por venderme agua embotellada nacional, que es hedionda (una marca sabe a charco y la otra a babas), cuando lo único bueno de Bogotá es el agua del acueducto (ya estarán pensando en dañarla). Odio todo eso —además de la mediocridad de la literatura nacional, la corrupción de la salud pública, la izquierda condescendiente y la derecha cínica, la demasía de los enclosetados, y a todos los políticos— ardiente y constantemente.


Será que me siento superior, diría alguien, y yo diría que se equivoca: que sólo puedo ocuparme de los defectos que efectivamente me ocupan; que todo lo que odio lo odio por su posibilidad en mí. O diré que soy católica, moralista y loyolista, y que puedo repudiar lo que me parezca repudiable precisamente porque quizás no soy mejor que ello pero aspiro a que la humanidad sí lo sea. Otro dirá que odio con tanta pasión esta sociedad que parecería que la amo arrebatadamente. Probablemente esté en lo cierto. Ya sea amor abrasador u odio calcinante, el efecto de ejercerlo activamente, de poner a su servicio lo que sé hacer y lo que sé aprender —de inventarme este personaje hipersensible, aunque me haga reír, de buscar cada quince días qué objeto objetable destripar— me tiene cansada y aburrida. Necesito escribir de otras cosas, de las que me acompañan y sostienen (sin tanto odio que las invoque, y quizás sin tanto amor, pero con curiosidad anhelante). Por eso (y también porque recientemente aprendí a manejar y ahora tengo un carro que me puede sacar de este purgatorio y llevarme al campo cuando quiero, y que me demanda cada vez más tiempo de paisajes y menos de peroratas), hasta una fecha indefinida que no será próxima, dejo esta columna dominical en El Espectador, al que quiero manifestar mi gratitud. Vale.

"Yo sí quiero a Bogotá" 

 

por: Rodrigo Sandoval Araújo

A mí sí me gusta Bogotá. Me encanta caminar por sus calles, ver a su gente, sofocarme en Transmilenio y que un fugaz cantante de rap se suba al bus a predicar la palabra de Dios o a improvisar unos versos.


Carolina, te voy a refutar y contar por qué esta ciudad es un ensueño. Difiero contigo en que Bogotá huele al tubo de escape de un bus. A mí me huele a pollo asado. Sí, es un olor igual de desagradable, pero en Bogotá, en cualquier lugar y en todos los estratos, hay pollerías. Siempre he creído que la colombianidad se define con dos cosas: comer pollo y odiar a las Farc.



A los vendedores de los buses los puedes ignorar como hacemos muchos cuando estamos cansados o no queremos saber de sus productos. Son unas cinco mil personas que buscan una forma alternativa de vida. A mí me gustaría que no existieran, pero en medio de un trancón a veces un maní salado hace la diferencia entre tener paciencia o “pedirle al culo resistencia”.

A los taxistas todos los odiamos y los amamos un poco. Yo he tenido dos malas experiencias en un taxi y dos buenas historias que he publicado en medios impresos. De las chivas rumberas no hay mucho que decir: la gente que se monta en ellas sabe que hará el oso, los que las vemos pasar nos morimos de la risa. Son un atractivo exótico de esta capital.



El centro de Bogotá es bellísimo, combina con gracia un país que no supo qué hacer después de que unas protestas arrasaron a la capital. Está lleno de iglesias pobres, con un esplendor incipiente y nunca comparable con el de Lima o Quito; tiene unas callejuelas llenas de historias, de fantasmas, de hombres y mujeres enruanados; las oficinas del Gobierno todas apeñuscadas en un espacio limitadísimo para hacer frente a los ataques terroristas y la amenaza insurgente. Lo mejor del centro tal vez son los rincones del Caribe y el Pacífico, que le recuerdan a uno que, aunque esta ciudad está tan lejos del mar, su gente siente la cadencia de las olas y el salitre en su piel.


El centro expandido es aún más increíble, con los antiguos edificios de la calle 19, el reluciente Tequendama que todavía le recuerda a la ciudad que los cincuenta fueron mejores, las casas judías de Armenia y Santa Fe, las casas Túdor y victorianas de La Merced, la máxima expresión del Art Decó en Teusaquillo, los árboles del Park Way, la vista del Archivo Distrital y lo lúgubre del Voto Nacional.



Tú dices que estás resentida “por vivir en una ciudad que no tiene mar ni río ni lago, ni siquiera fuentes”. Pero Bogotá sí tiene agua, mucha agua. Algunos están en mejores condiciones que otros pero, para nombrarte de Oriente a Occidente, atraviesan a la ciudad los ríos Contador, Córdoba, Callejas, Molinos, Arzobispo, Salitre, San Francisco, Fucha y Tunjuelito. De los casi mil humedales que comprendían el lago de Humboldt hoy existen, en espacio público, el Juan Amarillo, el del parque Simón Bolívar, el del Parque de los Novios, el Córdoba, el lago Timiza, el Capellanía, el Burro, el Jaboque, Santa María del Lago, Guaymaral, La Conejera, La Vaca y Techo.


La gente en Bogotá dice que la carrera Séptima es la vía por excelencia de la ciudad. Yo creo que no, por eso te invito, Carolina, a que caminemos por la carrera 13, mi favorita. Esa que nació por la iniciativa del Virrey Antonio Amar y Borbón, una perfecta línea recta entre la iglesia de San Diego y el Puente del Común. Empezamos donde quieras, propongo que sea el humedal Guaymaral. Nos dará ataque de risa la gente emperifollada que entra a los clubes del Norte, veremos los niños dormidos en un trayecto infame antes y después de ir a estudiar, recorreremos la amplitud de la Autopista Norte y, de vez en cuando, reconoceremos una casa al estilo de Le Corbusier o de Rother, veremos edificios gigantes con escaleras eléctricas en su fachada y en el zaguán de entrada una señora con un coche de niños vendiendo cigarrillos y minutos.



Vas a descubrir varios ríos, uno que otro parque, cientos de bustos, una plazoleta de venta de flores, verás al tercer mundo compartir su casa con el primero, a los maricas besarse mientras las piadosas rezan en Lourdes, a los gamines y las putas de la 57, la bella fachada de Marly (y te voy a contar por qué se pronuncia marlí y no marli). Vas a quedar con la cara tiznada del hollín, vas a oler a pollo y sudor.

Cuando lleguemos a la Torre Colpatria, si nos sobra el oxígeno, te trataré de convencer de que Bogotá no es tan mala. Y discutiremos si vivir en esta ciudad nos hace bien porque nos recuerda que siempre se puede estar al borde del barranco y al mismo tiempo a punto de comenzar el ascenso.


jueves, 29 de diciembre de 2011

Bogotá: entre el amor y el odio


En su última columna para El Espectador, la escritora Carolina Sanín declaró que "todo en Bogotá" le es execrable. A manera de réplica, el periodista Rodrigo Sandoval Araújo se abocó a la tarea de refutar sus argumentos y aportarle visibilidad a los atractivos de la "Atenas de Suramérica," que nos suelen eludir la atención debido a la debacle de movilidad en que se encuentran sumidos los bogotanos. 

El tema de la movilidad está a punto de colapsar en Bogotá y durante mi estadía allí fue una de las cosas que más me atenazaba, pues matiza tanto la ineptitud e improvisación de los dirigentes municipales como la incapacidad del ex-alcalde Samuel Moreno, quien actualmente se encuentra removido de sus funciones y encanado por su ignominiosa actuación en el Carrusel de la Contratación, la comidilla del año. Ojalá Gustavo Petro le devuelva un rumbo claro a la ciudad y logre finiquitar el sinnúmero de las obras inconclusas que hacen que Bogotá se parezca a una urbe bombardeada como Baghdad o Kabul. Numerosas vías se encuentran en un estado sobremanera precario, atiborradas de baches que no sólo atentan contra las integridades físicas de los transeúntes sino también contra la operabilidad de los vehículos. Hasta los taxistas se han acostumbrado a esquivar los recovecos con experta maestría para que sus unidades no sufran con los cráteres lunares que tachonean el casco urbano.  

 


Como cualquier ciudad del mundo, Bogotá tiene tanto sus defectos como sus virtudes. Si te puedes subir en él, te sentirás como un tubo de crema dental espichado. Se me asoman a la mente tantos recuerdos de todo el tiempo que perdí parado en Transmi, espichado por un gentío embravecido que se empeñaba en ingresar a como diera lugar pese al hecho de que ya no había ni un alfiler. La ecuación es simple, pues se bajan dos personas y suben unas 364.  

Esos ratos de desespero se repetían todos los días cuando tenía que desplazarme para hacer alguna diligencia o asistir a mis clases, pero eran formativos porque me enseñaron lo que significa la palabra PACIENCIA. Esos recorridos siempre frustrados por trancones inacabables no me dejaban con otra cosa que hacer que devorar libros a tarascadas y escuchar Salsa (La Zeta te prende) de un celular que no aguantaba pila. Pese a estar siempre repleto de gente, y dependiendo del grado de cansancio o embriaguez que uno pueda tener, uno se puede dormir plácidamente de pie pues las demás personas a su alrededor lo sostendrán durante el trayecto. Lastimosamente, todas esas horas perdidas jamás se recuperarán gracias a unos gobernantes embadurnados de corrupción e ilegitimidad que han dejado mucho que desear en materia de movilidad.

 

 

El Transmilenio es una vaina interesante, pues es el único sistema de transporte que cuenta con Salidas de Emergencia que cumplen (si es que realmente cumplen) una función meramente estética. Hasta las alarmas de sobrepeso son meramente decorativas, pues nadie las atiende. Aquí siempre se cumple la famosa máxima de "Los últimos (en entrar) serán los primeros (en salir)."

 

Aunque sé que muchos no concordarán conmigo en lo que se refiere a los vendedores ambulantes que se suben a las busetas para vender sus mercancías, esto tal vez fue el aspecto que más me agradó de Bogotá. Muchos los desprecian por su descomedida insistencia que suele rayar en la coacción,  pero a mí me gustaron los parlamentos que empleaban para inducirme a comprar o los cuentos que relataban que hacían más llevaderos y agradables mis retornos a casa. Hasta me aprendí esos parlamentos de memoria: 

 

 

"Muy buenas tardes damas y caballeros, en el día de hoy les vengo ofreciendo este rico y delicioso caramelo Chocobrei con sabor a caramelo, el cual está pegando mucho y es de la prestigiosa y exclusiva empresa colombina, tiene un costo y un valor de 200 para su mayor economía lleve tres por 500 o seis en mil, la dama o el caballero de buen corazón que me desee colaborar con mi forma de "trabajo", les ruego el favor de no botar los desechos al piso, ya que esto afecta mi trabajo. NO SEÑORES, su aporte no se orienta a alimentar ningún vicio, pues soy un individuo juicioso y sano, que por los avatares de la vida, me veo obligado a desempeñar esta humilde labor. Muchísimas gracias y que tengan un feliz y plácido viaje. Recuerden, uno en 200, tres en 500 y cinco en 1000. APOYEN EL TRABAJO Y NO EL HURTO." (JAJAJA)

 

A veces reclamaban porque los pasajeros no les respondían el saludo o vociferaban que antes deberíamos estar agradecidos de que habían tenido la decencia de subirse a esos "medios de transporte" para trabajar dignamente y no estar en calle atracando y terrorizando a la gente de bien. Lo que más me extrañaba eran los señores que se montaban a las buseticas para enseñar sus heridas aún sangrientas y mal cosidas o sus pústulas fétidas. Esos sí eran momentos espeluznantes, pero sigo extrañando mucho la espontaneidad incierta que caracteriza a Bogotá. 

 

 

Estas formas de ocupación informales siempre me han interesado mucho, pues en Estados Unidos no se dan con la frecuencia cómo se manifiestan en Colombia, aunque aquí las labores desempeñadas al margen de la legalidad van en aumento pese a la débil pero sostenida recuperación económica. En Bogotá el 50% del empleo en Bogotá es generado por la economía informal. Así lo afirmó Humberto Moreno, investigador para el Informe de Desarrollo Humano para Bogotá, quien cree que la economía informal bogotana es la que genera mayor número de empleos y que, por ende, se constituye como la base de los ingresos de los estratos menos favorecidos. Si bien es cierto que los vendedores ambulantes o estacionarios que no cuentan con el debido permiso para vender sus mercancías infringen las normas, también es cierto que si los sacan de las calles a empellones o a chorros de agua y se les decomisa sus productos, se aumentaría la tasa de desocupación y se exacerbaría terriblemente la criminalidad ya rampante que azota a Bogotá.  

 

Ya me desvié del tema. Sin ánimo de explayarme indebidamente, quisiera transcribir textualmente la disyuntiva que se planteó entre los periodistas Sanín y Sandoval, la cual ha sido el desencadenante de un debate sobre la calidad de vida en el "Tibet Suramericano." A mi juicio, el debate tiene ribetes regionalistas pese al origen cachaco de los periodistas, pues los bogotanos de pura cepa exigen que los provincianos no muerdan la mano que les da de comer y que antes sean agradecidos por todas las oportunidades que "Huecotá" les ha brindado como el trabajo y una calidad de vida que sobrepuja a la que está acostumbrada la mayoría de los colombianos que radican en zonas rurales y apartadas. 

 

 

Hasta hay bogotanos que desean promover un impuesto para que los provincianos paguen y les retribuyan a una ciudad que les sirve de sustento. Los provincianos, por su parte, quieren que Bogotá se hunda una vez por todas en la laguna en que se fundó en aras de descentralizar el país, acabar con la corrupción y incentivar la liberalización comercial interregional. 

SIN MÁS PREÁMBULOS...

martes, 20 de diciembre de 2011

El extraño caso del doctor Santos y míster Hyde




Ahora bien, lo que ni el propio Uribe esperaba era que su exministro de Defensa, Juan Manuel Santos, hubiera resultado tan buen alumno de sus enseñanzas. 

Algún día la historia contará que un hombre de derecha como Álvaro Uribe Vélez se camufló en el liberalismo porque sabía que ahí le iría mejor que en el partido más afín a sus ideas, el Conservador, y llegado al poder se dedicaría tanto a fortalecer al partido de sus amores como a destruir al que le sirvió de fachada. 

Eso de fingir pertenencia a una organización política mayoritaria pero practicar una ideología antagónica es una estrategia sin duda brillante, aunque perversa, pues se ajusta al ‘todo vale’, algo que desde la contraparte se conoce como la aplicación de todas las formas de lucha. Son estrategias que desde orillas opuestas apuntan básicamente a lo mismo, la conquista del poder a como dé lugar, en fría constatación de que los extremos se juntan. 


Ahora bien, lo que ni el propio Uribe esperaba era que su exministro de Defensa, Juan Manuel Santos, hubiera resultado tan buen alumno de sus enseñanzas que en contraprestación dialéctica se camufló habilidosamente en el uribismo para llegar a la Presidencia y, ya llegado a ésta, se dedicó tanto a fortalecer al partido de sus amores, el Liberal, como a minar los cimientos del proyecto uribista y del conservatismo, mediante lo que se percibe como una lucha frontal contra la corrupción que campeó en el gobierno de Uribe.

Es de caballeros admitir que a Santos no se le conoce participación en dicha corruptela –a excepción quizá de los ‘falsos positivos’, que él mismo destapó-, pero sobre todo es de elemental justicia apoyar los esfuerzos que ha venido haciendo para reunificar a un liberalismo diezmado y golpeado por las hordas uribistas en las que éste fingió militar y sentirse a gusto, tan a gusto que fue el artífice del partido de la U, en apariencia para reelegir a Uribe pero en realidad fabricado a la medida de sus aspiraciones.

En la que ya se conoce como una confrontación cada vez más enconada entre Santos y Uribe, no se pueden pasar por alto las coincidencias: del mismo modo que éste nombró en su gobierno a un ‘talentoso’ exponente del conservatismo como Andrés Felipe Arias e intentó depositar en él la semilla de su continuidad (semilla que no germinó, por motivos de autos conocidos), Santos llamó a su gabinete a un reconocido contradictor de Uribe como Juan Camilo Restrepo en la cartera que Arias ya había ocupado, y no contento con lo anterior nombró en el ministerio de la política a Germán Vargas Lleras, culpable en gran parte de haberle dañado la segunda reelección a Uribe, y ‘quemó’ a Rodrigo Rivera dejándolo un rato en el ministerio de Defensa, y en semanas recientes incorporó a Rafael Pardo, quien pasó de la presidencia del partido Liberal al ministerio del Trabajo, en clara demostración de lo que se trae entre manos.





Es más, para no dejar duda sobre sus verdaderas intenciones intentó honrar con su presencia la Constituyente Liberal del pasado fin de semana, pero viendo que podía parecer una jugada políticamente incorrecta delegó la representación en cuatro de sus ministros, entre ellos el del Interior, quien leyó un sentido mensaje de su jefe donde manifestaba que “nunca he renunciado al ideario liberal”. Constituyente en la que por cierto “triunfó la línea dura santista”, según palabras del nuevo presidente de ese partido, Simón Gaviria.

Estamos pues ante un Juan Manuel Santos que de la noche a la mañana pasó de míster Hyde a doctor Jekyll (parodiando a R.L. Stevenson), en una maniobra si se quiere del más fino corte uribista, pero en la que el principal damnificado ha sido hasta ahora su propio ‘maestro’. Sea como fuere, la reunificación del liberalismo aupada por el mismísimo presidente de Colombia en ejercicio invita al optimismo nacional, pues es en la correcta aplicación de las ideas liberales –tanto en lo filosófico como en lo político- que el país puede retomar la extraviada senda de la justicia y la paz social.

Sólo hay una circunstancia desde ningún punto de vista liberal (sino todo lo contrario) que pone a flaquear la confianza depositada, y es la resurrección que mediante la reforma a la justicia se pretende hacer del fuero militar, en un contexto donde pareciera que se intenta aprovechar el rotundo prestigio del gobierno actual para colar una eventual impunidad por lo de los ‘falsos positivos’, eufemístico nombre que designa el asesinato a mansalva de más de 2.000 jóvenes inocentes por parte de miembros del Ejército para hacerlos pasar como bajas propinadas a la guerrilla, en lo que constituye un monstruoso crimen de lesa humanidad.





Así las cosas, del mismo modo que hoy nos alegramos al comprobar que un personaje tan de doble faz como Álvaro Uribe Vélez encontró en Juan Manuel Santos Calderón la semilla de su propia destrucción, no deja de preocuparnos que el que hoy se presenta como el más ponderado, ecuánime y liberal Presidente de todos los colombianos, el día menos pensado se nos transforme de nuevo en el ominoso míster Hyde... 

Jorge Gómez Pinilla  

http://jorgegomezpinilla.blogspot.com/

sábado, 17 de diciembre de 2011

GABRIEL, THE WASHINGTONIAN


The White House, the Redskins, the Martin Luther King, Jr. National Memorial, U. Street, Go-Go Music, Howard University, the Library of Congress and yes, MAMBO SAUCE (DC's best kept secret). This blog entry is long overdue and, in the interest of making this more inclusive and accessible to the linguistically challenged, I'll write in the language of William Shakespeare and Oscar Wilde. 

Let me start out with a disclaimer: I don't technically live in D.C. I live in the suburbs, about 8 miles outside the District in Prince George's County (301 STAND UP!!!) and I commute everyday on the infamous Green line (OH, LORD), but if you take into account the amount of time I spend here for work and study, I am technically in the 202 more than home. 


Sure, I find the onerous way in which the Feds use the city as their personal Petri dish for social experimentation particularly abhorrent; many people, especially those on the Hill, believe that DC residents are superfluous to the city's existence. I'm still taken aback by the disconcerting arrogance of some people who have the effrontery to flaunt their bulky résumés, Ivy League degrees and Arlington/Potomac mansions around and treat people like their "zeros to the left of the decimal point" (think about it). Beyond that, DC's like a lot of other cities: dysfunctional local government, weird city layout (its four quadrants are terribly disproportionate), rampant crime, homelessness at every turn and a sizable group of incorrigibly self-absorbed people who are, in no uncertain terms, convinced of their own intelligence.  

Despite this, I absolutely love Washington D.C. My appreciation for this city is an understatement. At times, I find myself awestruck by the intellectual capital that's concentrated here and the numerous opportunities that young professionals have to climb the social ladder and ascend in life. DC is a great mix of the North and the South, although some residents tend to promptly disassociate themselves from the latter, an attitude with which I take great exception given the city's geographic location below the Mason-Dixon line and the fact that slaves were sold and carted off as property on what is now known as the Washington Mall. Slave labor was widely used in construction of new building in Washington, in addition to provide unpaid and coerced labor on tobacco plantations in Maryland and Virginia.  



People, especially those in the Southeast and PG County, MD, speak with a discernibly Southern accent and love Red Velvet cake and biscuits more than this country boy from great Tar Heel State. 

However, reality is far more complicated than a line of demarcation that separates the Yankees from the Confederates. I would venture to say that Metro DC feels closer to the North than the South in both its living conditions and sympathies. People tend to be more progressive and forward-looking, less intolerant of both ethnic and sexual minorities. Also, apart from Atlanta and Chicago, I've never seen so many empowered and confident African-Americans, who are ambitious, well-educated and indefatigably desirous of effecting change in their communities and in the world at large. I LOVE BEING BLACK IN DC, although hailing a cab while black is both an arduous and unnerving experience (you have to wait until they stop at intersections, FYI), but that's another blog entry. While some definitions of Northeastern/ Mid-Atlantic States include DC, Maryland and Virginia, and Delaware, the U.S. Census classifies these areas as being the South Atlantic Region, exclusive members of the Southern United States. 


Washington D.C. is unequivocally the South. I love the city life sensation with the suburban feel. Not to mention that within a few hours you've got everything from mountains and vineyards to the ocean and the Shenandoah Valley and dozens of Civil War battlegrounds.


One thing that I've noticed is that there's a paucity in the number of authentic, born and breed Washingtonians. Most people tend to be from somewhere else. My personal cell phone carries a 585 area code (something I'm planning to rectify soon). Point of origin: Rochester, New York. Same number I've had for almost ten years. It's traveled with me from state to state over the past decade, and yet only in D.C. can something like that be a conversation starter. Trust me, you get weird looks when you pass that one out anywhere outside Upstate New York, except here. 


To work and study here in Washington D.C. is to be surrounded by big ideas and critical debate. This is the marketplace of ideas per excellence and the District has an uncanny knack for drawing people who are interested in something other than money and traditional measures of success. People don't flock here in droves to earn big salaries (or do they) but to work for things they're truly invested in. To a point, and yes, to a point wealth, beauty and fashion all take a back seat to having something intellectually galvanizing to say. There's an earnestness, professionalism and idealism here that's electrifying. 

I love this town and I open my mouth and thank God everyday for allowing my path to eventually arrive here, despite a few minor hiccups along the way. In the interest of not being long-winded and insufferably repetitive, I'll point out 5 things that I love about the District and 5 things that I can do without (hate is such a strong word). 



 5. Ethnic Foods - You're never too far from a hole-in-the-wall Salvadoran food joint and DC's ubiquitous Chinese carry-outs. PUPUSAS!!! FRIED DUMPLINGS WITH MAMBO SAUCE!!! (I've developed a sort of addiction to them, they're my dietary staples). 


4. Free Museums - The Smithsonian Museums offer visitors 16 opportunities to see 16 free museums in Washington, DC. From the National Zoo to the National Museum of American History to the Air and Space Museum, there are plenty of free sights filled with history, excitement and fun that the whole family will enjoy. (PERFECT FOR QUIET, INTIMATE DATES) ;)


3. (Most of) our transit system.  For those times when you need to get somewhere but don’t want to deal with the stress and hassle of driving around a car (who does, really?) – you can just relax with a good book!  And even though we might have ghost trains from time to time, it does a pretty good job of getting you from Point A to Point B, and probably faster than if you were sitting in DC's interminable traffic.

2. Dense concentration of intellectual capital -There are so many smart people here, more than you can find almost anyplace else in the world. You can learn a lot here just from talking with the person sitting next to you (or serving you) at any given bar or coffee shop. Among the nation’s big metropolitan areas, Washington is the egghead. You can't swing a dead cat without hitting someone who already has or is pursuing some degree in higher education. 


We have a third of the country’s astronomers, a tenth of its physicists, and the most PhDs per capita. Such brainpower means the region has lots of experts.

1. HOYALAND - Georgetown University!!! Need I say more?  



Aspects of DC that I can part with.  

5. Jumbo Slice - It might be good for absorbing the kind of joy water people love to down late at night in Adams Morgan, or possibly mopping the floor, but not much else (especially the morning after).

4. Pedestrian walk signals - These apparatuses suddenly drop from 30 seconds of crossing time down to 3 – even when pedestrians are about to enter the crosswalk.  Just one more sign of how traffic engineers believe only cars matter, and pedestrians are nothing but an obstacle. 


3. Residential Segregation - This was one of the first things that I noticed once moving here, which is clearly reflected in the Metro Lines. The Orange and Blue lines are predominately white while the Yellow and Green lines are mostly Black and Latino. The Red line is still a source of confusion, but it seems like all the white folks from Montgomery Country, MD get off at Metro Center, Gallery Place-Chinatown or Union Station, and it gets progressively Black and Latino as one straddles DC's Northeastern Quadrant. 

2. Reckless Drivers - drivers who don’t watch where they are going, especially those who ignore pedestrian cross signals when they have a green light (or sometimes even a red). Lots of folks around here seem to be lost in their own little worlds, which is not good when you are driving around two tons of steel. Apparently, some people were born with Driver's Licenses and learned to drive before they learned to walk. I wish they would hit me!!! NO BUENO!!!


1. The Red Line.  Perpetual track maintenance. Endless single-tracking. Need I say more?

Before I close this out, let me make plain that I'll always be a Southerner, a proud North Carolinian who will always love Cheerwine, Bojangles, Krispy Cream, Biscuitville and the Tar Heels, especially when we beat Duke (No real North Carolinian is a Duke fan, he/she would be a living oxymoron). However, after my first semester at Georgetown, I have come into my own and wholeheartedly embraced a city that I initially found off-putting, transactional and superficial. 


I'm officially a DCer (or Washingtonian) and I love and appreciate this town with a passion. 

viernes, 16 de diciembre de 2011

Los hombres feos conquistan a las más bonitas


Un estudio llevado a cabo en Estados Unidos encontró una explicación de porqué los hombres feos logran conquistar a mujeres bonitas: todo se debe a su falta de autocrítica, dicen.

Según los investigadores, los hombres que carecen de atributos físicos de belleza a menudo suelen creen que son mucho más atractivos de lo que realmente son.
Y eso incrementa la confianza en sí mismos y los impulsa a actuar.


Según el estudio, publicado en Psychological Science, más que una simple ilusión, esta percepción distorsionada es "un mecanismo evolutivo importante" en la conservación de la especie. 


Como explica Carin Perilloux, del departamento de psicología del Colegio Williams de Massachusetts quien dirigió el estudio, "en el proceso de conquista un hombre puede cometer dos errores".


"O piensa: '¡Guau, esta mujer realmente está interesada en mí!' y ella no lo está, lo cual puede ser motivo de vergüenza o un golpe a su reputación. O ella realmente está interesada pero él pierde la oportunidad" dice la investigadora.



"Es decir, pierde una oportunidad para aparearse, lo cual tiene un alto precio en términos de éxito reproductivo".


Los investigadores llevaron a cabo experimentos con 96 varones y 103 mujeres universitarios que fueron sometidos a lo que en el mercado de las citas se llama speed dating (cita veloz), en la cual el individuo sostiene tres minutos de conversación con cada una de cinco parejas potenciales.

Percepción errada


Antes de los encuentros relámpago los participantes se clasificaron a sí mismos y a sus parejas potenciales en una escala de belleza y revelaron el grado de interés que tenían en sostener una relación sexual con éstas.


Después de la cita, calificaron a las parejas según varios criterios, incluidos su apariencia y la posibilidad de tener una relación sexual con ellas.

Los resultados mostraron que los hombres que buscaban una relación sexual de corto plazo tenían más probabilidad de sobrestimar el interés que las mujeres tenían en ellos.




Los hombres que se creían más atractivos de lo que realmente eran también percibieron un mayor interés de las mujeres en ellos, lo cual no necesariamente era cierto.


Sin embargo, los hombres a quienes las mujeres consideraban más atractivos no tenían esa visión distorsionada. Y en cuanto más atractiva era una mujer, mayor posibilidad de que un hombre sobrestimara el interés que ella mostraba, dicen los investigadores.


Por otro lado, las mujeres tendían a subestimar el interés de los hombres. Estudios anteriores ya habían mostrado que muchos hombres tienden a sobrestimar el interés que despiertan en las mujeres. Sin embargo, tal como señalan los científicos, estás percepciones distorsionadas son importantes para asegurar el éxito reproductivo de un individuo y, consecuentemente, la supervivencia de la especie.


Los investigadores concluyen que los hombres que no se intimidan por su apariencia física -incluso cuando enfrentan el riesgo de un rechazo- consistentemente tienen más éxito con las mujeres y pueden pasar esa "distorsión" en sus genes a sus herederos. En el caso de los hombres que buscan una relación de corta duración, dice el estudio, "los problemas adaptativos son algo diferentes".


"Estos individuos están limitados principalmente por el número de parejas así que la sobrestimación es incluso más importante" dice Perilloux. Y agrega que tanto los hombres como las mujeres deben tener esto en mente cuando busquen beneficiarse con alguna relación. 

Las mujeres, dice Perilloux, deben hacer más explícitas y "lo más claras posibles" sus intenciones, o su falta de ellas. Y los hombres deben estar conscientes de que su percepción puede contener errores, pero esto no debe impedirles actuar sino debe ser una advertencia "para evitar que más tarde les rompan el corazón."

Cortesía de BBC Mundo