Antes de exteriorizar mis propias opiniones respecto al TLC, cabe dejar bien sentada mi postura frente estos tipos de acuerdos comerciales. Siempre he sido siempre un firme creyente de la liberalización comercial y de la integración, a todos los niveles, entre los pueblos. Considero que la evidencia económica es irrebatible en cuanto a los beneficios que se obtienen producto de la internacionalización. Todos los países que tienen unas economías abiertas a la inversión extranjera y un mayor volumen de comercio internacional per capita (exportaciones per capita + importaciones per capita) logran unos niveles de desarrollo humano, calidad de vida y crecimiento económico, superiores a sus similares. Ahora, no por ello debemos creer que cualquier tipo de liberalización, integración e internacionalización es buena per se.
No obstante, estoy tajantemente refractario al TLC Colombo-Americano por razones que considero lesivas para los intereses de ambas naciones si un día este acuerdo bilateral llega a suscribirse. Si el TLC llega a ser aprobado por el Congreso de los EEUU en Colombia se ratificará que la salud, la educación, los servicios públicos domiciliarios, el medio ambiente y el cultivo de alimentos son un negocio como cualquier otro; arruinará áreas estratégicas de la producción nacional, industrial y agropecuaria; les entregará el control del ahorro nacional y de la biodiversidad a los extranjeros; le quitará al país los principales instrumentos que se requieren para orientar su economía;...generará una dependencia indeseable del comerio exterior colombiano con respecto al de los EEUU y pondrá trabas, entre otras cosas, al proceso de integración económica iberoamericana.
Los estragos que este TLC podría ocasionar en los EEUU son igualmente nefastos, especialmente si se tiene en cuenta la coyuntura económica altamente delicada en que nos encontramos. Los defensores del libre comercio dicen que, si bien se pierden puestos de trabajo, se generan nuevas oportunidades. Puestos de trabajo de productividad elevada y salarios altos sustituyen a puestos de trabajo de productividad baja y salarios reducidos. El argumento resulta convincente, con la salvedad de un pequeño detalle: en muchos países la realidad es otra. La tasa de desempleo es tan elevada que quienes pierden sus puestos de trabajo no pasan a ocupar otros mejor remunerados, sino que pasan a engrosar las largas colas de desempleados. Supuestamente, en los EEUU, de acuerdo con las políticas monetarias y fiscales, los puestos de trabajo deberían generarse al mismo tiempo que se pierden pero, como reza el refrán, del dicho al hecho hay un gran trecho.
El desempleo en los EEUU es rampante, alrededor del orden de 10%. Hoy en día, las personas que pierden su trabajo no encuentran automáticamente otro. Sobre todo cuando la tasa de desempleo es elevada, puede darse un período largo de enquistamiento laboral mientras los trabajadores buscan un nuevo empleador. Los trabajadores de mediana edad son particularmente vulnerables y suelen experimentar muchas dificultades para ser reempleados, por eso muchas veces se ven precisados de jubilarse anticipadamente. De los trabajadores de baja cualificación ni qué hablar tiene.
Si bien a los trabajadores de los EEUU les preocupa perder sus empleos como consecuencia de una oleada de importaciones, éstos cuentan con un sólido colchón amortiguador en el que podrían caer: a diferencia de sus pares latinoamericanos poseen una formación vocacional que les permite pasar de un puesto de trabajo a otro y pueden reclamar indemnizaciones del Estado por despido para amortiguar la transición pedregosa de un puesto de trabajo a otro. Lastimosamente, los trabajadores de los países en vías de desarrollo no cuentan con eso.
Ahora bien, tratar este tema me exige desmitificar unos cuantos estereotipos que se apuntan a estigmatizar a los que hacemos parte de la oposición. El que me oponga al TLC no significa que sea reacio a un tratado económico con los EEUU o con cualquier otro país, pues se entiende que los negocios internacionales, y los acuerdos que éstos acarrean, pueden ser positivos para el progreso de los pueblos, en la medida en que se definan a partir del más celoso empleo de la soberanía para proteger los intereses de cada nación y, por supuesto, con el propósito de lograr el beneficio recíproco de los países que los suscriben. Pero como también es posible que no cumplan con los dos requisitos señalados, asimismo, dichos negocios y acuerdos internacionales pueden ser negativos para alguno de los signatarios, caso en el que no deben suscribirse, mucho menos por la parte que va a pagar los platos rotos. Como dijo en reiteradas oportunidades, Joseph Stiglitz, el premio Nobel de Economía, con referencia a los TLC americanos, "Es mejor no tener tratado que tener un mal tratado."
Stiglitz continúa afirmando que "la liberalización comercial, cuando se hace de manera justa y va unida a medidas y políticas adecuadas, contribuye al desarrollo." Sin embargo, Stiglitz puntualiza que "si no se gestiona bien la liberalización, la situación de la mayoría de los ciudadanos empeorará, y éstos no verán razón alguna para apoyarla."
La confusión que denotan los que piensan que siempre y en todo caso un acuerdo económico internacional es positivo, y mucho más si se firma con EEUU, se explica en buena parte por las falacias, generalmente descaradas, que ha echado a rodar la ideología dominante en Colombia. Sin embargo, demostrar que los intereses nacionales y los extranjeros suelen ser diferentes, e incluso antagónicos, no ofrece dificultades de ninguna índole, como puede constatarlo cualquiera que repase, así sea someramente, las páginas de la historia. Los hechos sí hablan por si mismos.
Que un negocio nacional o international, grande o pequeño, pueda ser pernicioso para un de als partes signatarias se dilucida por la propia naturaleza del capitalismo, que no es un sistema constituido sobre la relación solidaria entre los individuos y las naciones, sino sobre todo lo contrario. En efecto, el capitalismo se fundamenta en el criterio zoológico de la competencia entre las personas y entre los países, competencia que tiene como objetivo supremo la obtención de la máxima ganancia posible y que, según sabemos, se da en términos tan despiadados que se considera económicamente válida y hasta moralmente admisible la ruina del competidor, sin importar que medien daños individuales, sociales o nacionales de proporciones monstruosas. Por consiguiente, bajo el capitalismo las relaciones de beneficio recíproco en el terreno del comercio internacionales no sólo no son las típicas, es decir, las orgánicas sino que ocurren por excepción, cuando las partes equilibran las ventajas y las desventajas de sus propias fuerzas, realidad que entre países solamente es posible en la medida en que se esgrima la soberanía de cada uno para impedir que el interés nacional sea vulnerado.
Según Milton Friedman, uno de los principales proponentes de la globalización neoliberal y el padre ideológico de los Chicago Boys chilenos, "hay una y sólo una responsabilidad social de las empresas, la cual es utilizar sus recursos y comprometerse en actividades diseñadas para incrementar sus ganacias" (Friedman, 1970). De acuerdo con el lince de las finanzas George Soros, en los negocios "la moralidad puede llegar a ser un estorbo. Es un entorno sumamente competitivo, es probable que las personas hipotecadas por la preocupación por los demás obtengan peores resultados que las que están libres de todo escrúpulo moral. De este modo, los valores sociales experimentan lo que podría calificarse de proceso de selección natural adversa. Los poco escrupulosos aparecen en la cumbre" (Soros, 1999).
Lo que he venido proponiendo no es que Colombia, o cualquier otro país, se aisle del mundo y se niegue a tener relaciones económicas otras naciones, incluida la estadounidense, mi país natal. Lo que sí propongo es que los colombianos destierren de sus mentes la tesis ingenua y tramposa de que para ser felices, primero, tienen que hacer felices a los EEUU, o para ser más específicos, a las multinacionales estadounidenses, tesis que ha servido de disculpa para que la política exterior colombiana no sea más que una extensión de la de la Casa Blanca.
Los defensores del TLC entre Colombia y los EEUU ha empleado a fondo las verdades a medias y, desde luego, las mentiras piadosas. Una de esas "mentirillas" que esgrimen para abusar de la ingenuidad de la gente es que los países que más exportan son los que más se desarrollan. En efecto, puede demostrarse que hay unos que, aun cuando venden más que otros en el exterior, son más atrasados, en tanto que los hay también que exportan menos pero se hallan en una situación económica y social mucho mejor. Las cifras aquí son elocuentes. Según Jorge Enrique Robledo, un connotado senador del Polo Democrático Alternativo, "si se compara la relación entre las exportaciones y el producto interno bruto (PIB), que es como se miden estas cosas, se encuentra que en el año 2004 esta proporción era de 9,55% en Estados Unidos, 11,84% en Japón, 20,84% en Colombia, 73,5% en Angola y 91% en el Congo." Continúa diciendo que "no sobra recordar que la experiencia histórica de los países que hoy en día se han convertido en grandes exportadores industriales, como Japón o Alemania, e incluso China, se fundamenta en la previa creación de un sólido mercado interno para sus productos, a partir de asegurarse la soberanía y la autodeterminación nacional."
Quisiera enfatizar en este punto, pues cabe hacer algunas consideraciones adicionales. El auténtico progreso de países con condiciones de extensión y de habitantes similares a las de Colombia descansa en el continuo crecimiento y fortalecimiento de su mercado interno, es decir, en su capacidad para generar actividades productivas en torno a las compras y ventas que tienen lugar dentro de su territorio, pues estas sustentan, en el caso colombiano, el 80% del aparato económico, porcentaje mayor en países como los EEUU y Japón.
En línea con las anteriores consideraciones, también puede probarse que la principal fuente de inversión en los países no es la externa sino la interna, verdad que rebate las tesis neoliberales acerca de que no importa lesionar las fuentes del ahorro nacional porque estas serán reemplazadas por el capital extranjero. No obstante, valdría mencionar que la nación que no genere su propia dinámica de crecimiento económico ni siquiera es lo suficientemente atractiva para captar en forma notable la atención de los inversionistas foráneos.
La importancia de defender el mercado interno y la capacidad para generar ahorro nacional y ahuyentar la falacia del "desarrollo hacia afuera," es decir, por la vía de las exportaciones no puede sobreenfatizarse. Es indiscutible que el avance de la economía en función principal de la fortaleza del mercado interno implica que hay que sacar de la miseria al mayor número posible de ciudadanos, porque de su capacidad de compra depende qué tanto puede crecer el aparato productivo y, con él, las propias posibilidades de expansión de los negocios de diferentes sectores de la burguesía.
Repasemos un poco las páginas de la historia. ¿Por qué el Norte es rico y el Sur pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. También marca la frontera entre dos regiones donde se arraigaron dos opuestos sistemas de colonización interior, los cuales muestran una de las diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo de los EEUU y de América Latina. En realidad, al norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy poco parecidas y al servicio de fines disparejos. Los peregrinos del Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni para diezmar civilizaciones de aborígenes ya existentes, sino para establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de vida y de trabajo que practicaban en Europa. No eran rufianes vueltos soldados, sino pioneros perseguidos por el credo que profesaban; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron "colonias de poblamiento."
Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Este desarrollo interno se agudizó a mediados del siglo XIX con la promulgación de la Ley Lincoln de 1862 o, conocido comúnmente como el Homestead Act, la cual aseguraba a cada familia la propiedad de lotes de 65 hectáreas. Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela de tierra por un período no inferior a 5 años. La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos con un imán irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo a las praderas anchurosas y ubérrimas. Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo agrícola y al mismo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios, para sustentar la pujanza del desarrollo industrial.
Es curioso que en países como Brasil se haya generado un proceso similar, pero en vez de contar con las familias de campesinos libres que abrían caminos en busca de un trozo de tierra propia, Brasil empleaba a braceros contratados que servían a los latifundistas que previamente habían tomado posesión de los grandes espacios baldíos. En provecho ajeno, los obreros habían ido abriendo el país, a golpes del machete implacable, a través de la selva. La colonización que se produjo en Brasil resulta la simple extensión del área latifundista.
La principal diferencia entre los puritanos de los EEUU y las clases dominantes de la sociedad colonial latinoamericana es que las últimas jamás se orientaron al desarrollo interno. Sus beneficios provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado extranjero que a la propia comarca. Terratenientes, mineros y mercaderes habían nacido para cumplir esa función: abastecer a Europa de oro, plata y alimentos. Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el puerto y los mercados de ultramar. Esta es también la clave que arroja luz sobre la expansión de los EEUU como unidad nacional y la frustración de América Latina: nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que formaban un abanico con el vértice muy lejos. Ahondaré más en estas consideraciones en futuras entradas, pero es importante dejar sentada que los fines a que servían el Norte y el Sur no eran los mismos, lo que explica la pujanza comercial del primero y la postración económica del último.
A mí me genera preocupación que han transcurrido casi 500 años y Colombia sigue siendo colonizada, es decir, mentalmente colonizada. La mentalidad tiene sugestionado al país lo están recolonizando, pues creer y hacer creer a los demás que el TLC es la tabla de salvación que solventará todos los problemas de Colombia es una quimera y da a entender que las mentes de los dirigentes del país no han sido libradas del yugo de la Colonia. Que se descolonicen las mentes. El crecimiento económico basado en las exportaciones, es decir en el "desarrollo hacia fuera," tiene como uno de sus fines promover el bienestar escandaloso de unos pocos, pero manteniendo en la pobreza a un porcentaje de la población mucho mayor que el de los países capitalistas avanzados, ya que quienes les compran a los exportadores no son sus compatriotas, muchos de los cuales apenas sobreviven con menos de dos dólares, sino los habitantes son mayores ingresos de las potencias y las pequeñas capas adineradas de los demás enclaves subdesarrollados.
A mí me intranquiliza que los miembros de la clase dominante, y unos cuantos pelagatos con aires de grandeza, hayan logrado separar sus propios intereses de la suerte de la colectividad nacional, de forma que a ellos les va bien aunque a la inmensa mayoría de sus compatriotas les va mal. Unieron sus intereses a los de las multinacionales extranjeras, y estas expolian las riquezas de Colombia, les sacan partido descaradamente a sus débiles controles ambientales y lucran a manos llenas mediante las más aberrantes corruptelas.
Definitivamente, los países desarrollados que han tenido éxito en el desarrollo interno del capitalismo han pateado la escalera por la que subieron para imposibilitar la subida de los países subdesarrollados. La máxima que orientan sus relaciones internacionales es "hagan lo que les digo; no lo que hago." Es descorozonador que mi país, los EEUU, país del que me enorgullezco de ser ciudadano, les aconseje a los países en vías de desarrollo mediante el Consenso de Washington que hagan todo lo contrario de lo que hizo para consolidar su mercado interno. El "libre comercio" no fue el camino que tomaron los EEUU, Inglaterra, Francia y Japón para alcanzar la situación económica que actualmente ostentan. Faltan a la verdad y abusan de la ingenuidad de la gente descaradamente quienes sostienen lo contrario.
Pese al auge económico que ha tenido Colombia en los últimos años, la mitad de la población sigue excluida de los beneficios del progreso. La desigualdad en Colombia es una de las más altas en la región. A pesar de la bonanza económica, 5 de cada 10 colombianos viven con menos de dos dólares diarios, hecho que a todos nos debe tener trasnochados. Si Colombia aspira a integrarse al mercado globalizado, más le vale que fortaleza su propio mercado interno, incorporando en él los millones de colombianos que se encuentran apartados de la fuerza laboral. Al contrario, que se atenga al veredicto que nos ha dictaminado la historia hace ya casi 500 años desde la Colonia. Lamentablemente, aún sigue vigente el viejo adagio: "el pueblo que no se niega a recordar su pasado está condenado a repetirla."
Que un negocio nacional o international, grande o pequeño, pueda ser pernicioso para un de als partes signatarias se dilucida por la propia naturaleza del capitalismo, que no es un sistema constituido sobre la relación solidaria entre los individuos y las naciones, sino sobre todo lo contrario. En efecto, el capitalismo se fundamenta en el criterio zoológico de la competencia entre las personas y entre los países, competencia que tiene como objetivo supremo la obtención de la máxima ganancia posible y que, según sabemos, se da en términos tan despiadados que se considera económicamente válida y hasta moralmente admisible la ruina del competidor, sin importar que medien daños individuales, sociales o nacionales de proporciones monstruosas. Por consiguiente, bajo el capitalismo las relaciones de beneficio recíproco en el terreno del comercio internacionales no sólo no son las típicas, es decir, las orgánicas sino que ocurren por excepción, cuando las partes equilibran las ventajas y las desventajas de sus propias fuerzas, realidad que entre países solamente es posible en la medida en que se esgrima la soberanía de cada uno para impedir que el interés nacional sea vulnerado.
Según Milton Friedman, uno de los principales proponentes de la globalización neoliberal y el padre ideológico de los Chicago Boys chilenos, "hay una y sólo una responsabilidad social de las empresas, la cual es utilizar sus recursos y comprometerse en actividades diseñadas para incrementar sus ganacias" (Friedman, 1970). De acuerdo con el lince de las finanzas George Soros, en los negocios "la moralidad puede llegar a ser un estorbo. Es un entorno sumamente competitivo, es probable que las personas hipotecadas por la preocupación por los demás obtengan peores resultados que las que están libres de todo escrúpulo moral. De este modo, los valores sociales experimentan lo que podría calificarse de proceso de selección natural adversa. Los poco escrupulosos aparecen en la cumbre" (Soros, 1999).
Lo que he venido proponiendo no es que Colombia, o cualquier otro país, se aisle del mundo y se niegue a tener relaciones económicas otras naciones, incluida la estadounidense, mi país natal. Lo que sí propongo es que los colombianos destierren de sus mentes la tesis ingenua y tramposa de que para ser felices, primero, tienen que hacer felices a los EEUU, o para ser más específicos, a las multinacionales estadounidenses, tesis que ha servido de disculpa para que la política exterior colombiana no sea más que una extensión de la de la Casa Blanca.
Los defensores del TLC entre Colombia y los EEUU ha empleado a fondo las verdades a medias y, desde luego, las mentiras piadosas. Una de esas "mentirillas" que esgrimen para abusar de la ingenuidad de la gente es que los países que más exportan son los que más se desarrollan. En efecto, puede demostrarse que hay unos que, aun cuando venden más que otros en el exterior, son más atrasados, en tanto que los hay también que exportan menos pero se hallan en una situación económica y social mucho mejor. Las cifras aquí son elocuentes. Según Jorge Enrique Robledo, un connotado senador del Polo Democrático Alternativo, "si se compara la relación entre las exportaciones y el producto interno bruto (PIB), que es como se miden estas cosas, se encuentra que en el año 2004 esta proporción era de 9,55% en Estados Unidos, 11,84% en Japón, 20,84% en Colombia, 73,5% en Angola y 91% en el Congo." Continúa diciendo que "no sobra recordar que la experiencia histórica de los países que hoy en día se han convertido en grandes exportadores industriales, como Japón o Alemania, e incluso China, se fundamenta en la previa creación de un sólido mercado interno para sus productos, a partir de asegurarse la soberanía y la autodeterminación nacional."
Quisiera enfatizar en este punto, pues cabe hacer algunas consideraciones adicionales. El auténtico progreso de países con condiciones de extensión y de habitantes similares a las de Colombia descansa en el continuo crecimiento y fortalecimiento de su mercado interno, es decir, en su capacidad para generar actividades productivas en torno a las compras y ventas que tienen lugar dentro de su territorio, pues estas sustentan, en el caso colombiano, el 80% del aparato económico, porcentaje mayor en países como los EEUU y Japón.
En línea con las anteriores consideraciones, también puede probarse que la principal fuente de inversión en los países no es la externa sino la interna, verdad que rebate las tesis neoliberales acerca de que no importa lesionar las fuentes del ahorro nacional porque estas serán reemplazadas por el capital extranjero. No obstante, valdría mencionar que la nación que no genere su propia dinámica de crecimiento económico ni siquiera es lo suficientemente atractiva para captar en forma notable la atención de los inversionistas foráneos.
La importancia de defender el mercado interno y la capacidad para generar ahorro nacional y ahuyentar la falacia del "desarrollo hacia afuera," es decir, por la vía de las exportaciones no puede sobreenfatizarse. Es indiscutible que el avance de la economía en función principal de la fortaleza del mercado interno implica que hay que sacar de la miseria al mayor número posible de ciudadanos, porque de su capacidad de compra depende qué tanto puede crecer el aparato productivo y, con él, las propias posibilidades de expansión de los negocios de diferentes sectores de la burguesía.
Repasemos un poco las páginas de la historia. ¿Por qué el Norte es rico y el Sur pobre? El río Bravo señala mucho más que una frontera geográfica. También marca la frontera entre dos regiones donde se arraigaron dos opuestos sistemas de colonización interior, los cuales muestran una de las diferencias más importantes entre los modelos de desarrollo de los EEUU y de América Latina. En realidad, al norte y al sur se habían generado, ya en la matriz colonial, sociedades muy poco parecidas y al servicio de fines disparejos. Los peregrinos del Mayflower no atravesaron el mar para conquistar tesoros legendarios ni para diezmar civilizaciones de aborígenes ya existentes, sino para establecerse con sus familias y reproducir, en el Nuevo Mundo, el sistema de vida y de trabajo que practicaban en Europa. No eran rufianes vueltos soldados, sino pioneros perseguidos por el credo que profesaban; no venían a conquistar, sino a colonizar: fundaron "colonias de poblamiento."
Los colonos de Nueva Inglaterra, núcleo original de la civilización norteamericana, no actuaron nunca como agentes coloniales de la acumulación capitalista europea; desde el principio, vivieron al servicio de su propio desarrollo y del desarrollo de su tierra nueva. Este desarrollo interno se agudizó a mediados del siglo XIX con la promulgación de la Ley Lincoln de 1862 o, conocido comúnmente como el Homestead Act, la cual aseguraba a cada familia la propiedad de lotes de 65 hectáreas. Cada beneficiario se comprometía a cultivar su parcela de tierra por un período no inferior a 5 años. La tierra accesible, fértil y casi gratuita, atraía a los campesinos europeos con un imán irresistible: cruzaban el océano y también los Apalaches rumbo a las praderas anchurosas y ubérrimas. Fueron granjeros libres, así, quienes ocuparon los nuevos territorios del centro y del oeste. Mientras el país crecía en superficie y en población, se creaban fuentes de trabajo agrícola y al mismo tiempo se generaba un mercado interno con gran poder adquisitivo, la enorme masa de los granjeros propietarios, para sustentar la pujanza del desarrollo industrial.
Es curioso que en países como Brasil se haya generado un proceso similar, pero en vez de contar con las familias de campesinos libres que abrían caminos en busca de un trozo de tierra propia, Brasil empleaba a braceros contratados que servían a los latifundistas que previamente habían tomado posesión de los grandes espacios baldíos. En provecho ajeno, los obreros habían ido abriendo el país, a golpes del machete implacable, a través de la selva. La colonización que se produjo en Brasil resulta la simple extensión del área latifundista.
La principal diferencia entre los puritanos de los EEUU y las clases dominantes de la sociedad colonial latinoamericana es que las últimas jamás se orientaron al desarrollo interno. Sus beneficios provenían de fuera; estaban más vinculados al mercado extranjero que a la propia comarca. Terratenientes, mineros y mercaderes habían nacido para cumplir esa función: abastecer a Europa de oro, plata y alimentos. Los caminos trasladaban la carga en un solo sentido: hacia el puerto y los mercados de ultramar. Esta es también la clave que arroja luz sobre la expansión de los EEUU como unidad nacional y la frustración de América Latina: nuestros centros de producción no estaban conectados entre sí, sino que formaban un abanico con el vértice muy lejos. Ahondaré más en estas consideraciones en futuras entradas, pero es importante dejar sentada que los fines a que servían el Norte y el Sur no eran los mismos, lo que explica la pujanza comercial del primero y la postración económica del último.
A mí me genera preocupación que han transcurrido casi 500 años y Colombia sigue siendo colonizada, es decir, mentalmente colonizada. La mentalidad tiene sugestionado al país lo están recolonizando, pues creer y hacer creer a los demás que el TLC es la tabla de salvación que solventará todos los problemas de Colombia es una quimera y da a entender que las mentes de los dirigentes del país no han sido libradas del yugo de la Colonia. Que se descolonicen las mentes. El crecimiento económico basado en las exportaciones, es decir en el "desarrollo hacia fuera," tiene como uno de sus fines promover el bienestar escandaloso de unos pocos, pero manteniendo en la pobreza a un porcentaje de la población mucho mayor que el de los países capitalistas avanzados, ya que quienes les compran a los exportadores no son sus compatriotas, muchos de los cuales apenas sobreviven con menos de dos dólares, sino los habitantes son mayores ingresos de las potencias y las pequeñas capas adineradas de los demás enclaves subdesarrollados.
A mí me intranquiliza que los miembros de la clase dominante, y unos cuantos pelagatos con aires de grandeza, hayan logrado separar sus propios intereses de la suerte de la colectividad nacional, de forma que a ellos les va bien aunque a la inmensa mayoría de sus compatriotas les va mal. Unieron sus intereses a los de las multinacionales extranjeras, y estas expolian las riquezas de Colombia, les sacan partido descaradamente a sus débiles controles ambientales y lucran a manos llenas mediante las más aberrantes corruptelas.
Definitivamente, los países desarrollados que han tenido éxito en el desarrollo interno del capitalismo han pateado la escalera por la que subieron para imposibilitar la subida de los países subdesarrollados. La máxima que orientan sus relaciones internacionales es "hagan lo que les digo; no lo que hago." Es descorozonador que mi país, los EEUU, país del que me enorgullezco de ser ciudadano, les aconseje a los países en vías de desarrollo mediante el Consenso de Washington que hagan todo lo contrario de lo que hizo para consolidar su mercado interno. El "libre comercio" no fue el camino que tomaron los EEUU, Inglaterra, Francia y Japón para alcanzar la situación económica que actualmente ostentan. Faltan a la verdad y abusan de la ingenuidad de la gente descaradamente quienes sostienen lo contrario.
Pese al auge económico que ha tenido Colombia en los últimos años, la mitad de la población sigue excluida de los beneficios del progreso. La desigualdad en Colombia es una de las más altas en la región. A pesar de la bonanza económica, 5 de cada 10 colombianos viven con menos de dos dólares diarios, hecho que a todos nos debe tener trasnochados. Si Colombia aspira a integrarse al mercado globalizado, más le vale que fortaleza su propio mercado interno, incorporando en él los millones de colombianos que se encuentran apartados de la fuerza laboral. Al contrario, que se atenga al veredicto que nos ha dictaminado la historia hace ya casi 500 años desde la Colonia. Lamentablemente, aún sigue vigente el viejo adagio: "el pueblo que no se niega a recordar su pasado está condenado a repetirla."
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